Hay evidencias que señalan a los políticos que se desentienden de la gestión mientras se aplican denodadamente al sectarismo y a cultivar el enfrentamiento. Pablo Iglesias no es el único, pero por su desproporcionada tendencia a buscar en la política la confrontación más rastrera lo han pillado antes que a otros con el carrito del helado. En la noche del 4M anunció su retirada admitiendo que se había convertido en un “chivo expiatorio”. Su figura produce un amplio rechazo, es cierto, no se puede negar. Él mismo lo percibe por el acoso social al que se ve sometido de manera lamentable; nadie ni el que siembra vientos debe recoger este tipo de tempestad. El escrache permanente es injusto incluso para el que se ha dedicado a predicar el “jarabe de palo democrático” como medicina para los demás.

Digamos que el suflé se ha desmoronado antes de lo que pensaba el hombre que personificó el fenómeno de la irrupción de Podemos en la política. Quizá, precisamente, ha caído por esa especie de inexplicable mesianismo, que tanto castiga a los líderes cuando se empeñan en contradecirse y en utilizar el doble rasero con su vida personal. Iglesias empezó sacudiendo a la casta y culpándola de todos los males hasta que se convirtió, a ojos de los suyos, en un miembro encastado del privilegio de clases con el famoso chalé de Galapagar. Ahí empezó a diluirse como un azucarillo el líder que polarizó el voto de los jóvenes y de los descamisados.

El bipartidismo ha reservado la derrota final a quienes se rebelaron contra el establishment, creyendo de manera ilusoria que en vez de unos comparsas propulsados por la indignación del momento eran por sí solos alternativas de gobierno. El precio del error lo pagó Rivera, con el desplome de Ciudadanos, y terminará por pagarlo Podemos, que busca ahora con Yolanda Díaz atraer el perfil transversal peronista de Errejón cuando lo que le espera es el papel de figurante asumido durante años por IU.