¿Hasta cuándo va a permitir el mundo, sin hacer nada, que un Estado soberano, que presume además de ser la única democracia de Oriente Medio, siga convirtiendo en un infierno la vida de cientos de miles de palestinos en los territorios ocupados?

¿Hasta cuándo va a tolerar sobre todo el único país que podría evitarlo, los Estados Unidos de América, que el Estado judío siga ocupando tierras que, según la legislación internacional, no son suyas para asentar allí a sus colonos?

¿Hasta cuándo permaneceremos todos pasivos ante la conversión del territorio de Gaza, con sus 385 kilómetros cuadrados, en una auténtica prisión a cielo abierto para sus cerca de dos millones de habitantes?

¿Hasta cuándo se limitarán las grandes potencias, los organismos internacionales y los especialistas en geopolítica a pedir por igual moderación a unos y otros, como si fuesen igualmente responsables, en el conflicto palestino-israelí?

¿Hasta cuándo se seguirá escribiendo, confundiendo interesadamente al verdugo con la víctima, que Israel no tiene más remedio que reaccionar con fuerza ante las indudables provocaciones de Hamás?

Lo que ocurre estos días en esa región, con sus decenas de muertos y centenares de heridos palestinos por la policía israelí y varias víctimas civiles judías en los igualmente condenables ataques con cohetes de Hamás recuerda otros ciclos de violencia que acabaron en masacres.

Por ejemplo, la que estalló con motivo de las llamadas Marchas del Retorno entre marzo de 2018 y diciembre del año siguiente cuando miles de palestinos protestaron en los límites de la franja de Gaza para exigir el fin del bloqueo por Israel del territorio y reclamar sus derechos sobre las regiones ocupadas.

En esta ocasión, el detonante han sido los proyectados desahucios de varias familias palestinas que viven en un barrio de Jerusalén oriental desde los años cincuenta, cuando esa parte de la Ciudad Santa estaba bajo administración jordana.

Se trata de familias que habían sido expulsadas antes por los israelíes de Haifa y de Jaffa. En la guerra de los Seis días (junio de 1967), el Estado judío tomó el control de Jerusalén oriental y mientras tanto en torno a 3.000 colonos judíos viven en medio de 100.000 palestinos en ese barrio próximo a la Ciudad Vieja.

Ya antes de las protestas por los desahucios habían estallado fuertes disturbios al bloquear, en pleno Ramadán, la policía israelí la entrada por la Puerta de Damasco a la Ciudad Vieja a fin de limitar el número de musulmanes en la mezquita de Al-Aqsa.

Todo ello mientras grupos de judíos ultraderechistas marchaban provocativamente por esa parte de Jerusalén profiriendo gritos de “¡muerte a los árabes!”.

El nuevo estallido de violencia en torno a la Ciudad Vieja, los inaceptables ataques con cohetes de Hamás contra Tel Aviv y otras ciudades, como respuesta esperable, y el consiguiente bombardeo israelí de varios bloques de viviendas en la franja de Gaza sólo pueden beneficiar políticamente tanto al primer ministro israelí como a los radicales de Hamás frente a la organización rival Al Fatah. Benjamin Netanyahu logrará no sólo desviar una vez más la atención del proceso por corrupción que se sigue desde hace tiempo contra él sino, a la vez unir, a los israelíes en torno al Gobierno.

Mientras tanto, volvemos a escuchar en Washington, Bruselas, Londres y otras capitales del mundo civilizado los mismos llamamientos a ambas partes para que se contengan y ayuden a la desescalada del conflicto antes de que vaya a más.

Todo ello mientras no se hace absolutamente nada para impedir que el Estado judío siga ocupando con nuevos asentamientos de colonos tierras palestinas y cometiendo diarios atropellos del derecho internacional humanitario.

Uno de los primeros sionistas, el rabino alemán Isaac Rolf, declaró un día: “En nuestra tierra sólo hay sitio para nosotros. Les diremos a los árabes que se vayan, y si no aceptan y se resisten por la fuerza, los obligaremos a ello, golpeando sus cabezas”. Es lo que sigue haciendo un Estado que se comporta con quienes llevan siglos viviendo en aquellas tierras como se han comportado siempre las viejas potencias coloniales con los nativos.