El ministro de Agricultura, Pesca y Echate Algo Ahí, Luis Planas, ha venido de visita a Canarias. Cuando viene un ministro de la metropoli es para echarse a temblar, pero Planas viene a escuchar. Porque como telón de fondo a la insigne presencia ministerial en la ultraperiferia está el asunto de la Ley de Cadena Alimentaria y el destrozo que puede causar en el plátano canario.

Desde nuestra integración en la Unión Europea, la principal producción agrícola de las islas empezó una carrera contra el reloj de la lógica. Porque las leyes inexorables de los mercados dicen que al final el consumidor termina comprando los productos más baratos. Y el nuestro no lo es. Nos consolamos, desde tiempo inmemorial, hablando de las virtudes del plátano canario: de sus manchitas, de que es más dulce, de que sabe mejor... Todo lo que tu quieras, pero la banana centroamericana y de países ACP han conquistado ya la mitad del mercado peninsular.

El otro gran producto de exportación de la agricultura de las islas era el tomate. Pero ya está difunto. Le hicimos un velatorio y lo mandamos a Marruecos, donde la mano de obra es más barata, los costos de producción son menores y la entrada en el mercado europeo es incluso más fácil. Ahora estamos con un pie en la puerta de entrada de otra funeraria exportadora.

El plátano vive de las ayudas. O sea, como casi todo en Canarias. Estamos enchufados a un sistema de subvenciones a la ultraperiferia, a la insularidad, a la lejanía, a la discapacidad territorial, social y económica. Vivimos enchufados a una manguera de Madrid y Bruselas por la que fluye la especia. La Política Agrícola Común inyecta alrededor de cincuenta mil millones para dopar a las producciones comunitarias frente a las importaciones. Pero es un esfuerzo inútil que conduce a la melancolía. El libre comercio es un ácido imparable va corroyendo los artefactos proteccionistas.

La Ley de Cadena Alimentaria es una de esas buenas intenciones con las que a veces está empedrado el camino del infierno. Al fijar un precio mínimo a favor de los productores –algo en principio bastante razonable– se está dando una patada en el trasero a la competitividad del plátano canario en Península, porque le impide bajar precios para pelear en ciertas épocas de mercado con el banano procedente de terceros países, mucho más barato. Los valores medioambientales, la huella de carbono o las retribuciones de los agricultores son valores que prestigian el plátano, pero encarecen el producto. Y el precio es, al final, un factor decisivo que suele inclinar la balanza del consumidor en el momento de la compra.

No es un problema menor. A pesar de las ayudas al transporte y a la producción, el cultivo de nuestras islas está en delgado filo de una navaja. Podríamos perder una cuota de mercado de 100 mil toneladas por año. O sea, más de una cuarta parte de lo que vendemos. Al final lo perderemos todo, si no nos despertamos, pero ahora se trata de escapar de esta. O sea, lo de siempre.