Bajo el balcón de las autoridades, resuena un grito hecho de rabia y consuelo: Libertad.

A lo largo de la historia, se ha identificado el concepto de libertad con múltiples movimientos y algunos líderes revolucionarios han encarnado ese fetiche. Es curioso observar cómo la sociedad adocenada exige lo mismo que teme. Porque en realidad, no queremos ser libres y porque en el fondo, la verdadera libertad nos da miedo. Y por eso, aquí y ahora, antes y después, solo se trata de proyectar esa idealización en una ceremonia colectiva de autoengaño. Elige una causa, una marca, un rostro, un nombre, e inmediatamente, identifícate con tu elección para delegar la válvula de escape a tu frustración personal en lo que hayas escogido. Ha ocurrido siempre y es una constante que cambia de bando cuando nos sentimos amenazados, con esa necesidad imperiosa de que un agente político, religioso o representativo de un cierto liderazgo, nos libere de la opresión interior que sentimos. Nos dedicamos a trasladar la ansiada búsqueda de la imperfecta libertad a una autoridad que la administre y nos aporte seguridad, es decir, que sea protectora y nos imponga leyes y normas que a buen seguro serán diferentes y mejores que las del poder en declive. Y luego vendrá la inevitable decepción, y es que cambiar el collar del perro que te domina, no te lleva a nada más allá de una ligera emoción ante la novedad en el color y el olor del coche recién matriculado que te conduce. Porque perro y coche son tus amos y no al revés, en el atribulado sueño de ser libres.

Sobre el gentío, caras exultantes sonríen por fuera y alzan sus brazos en señal de victoria.

Nadie es libre. Ni siquiera el Robinson, que se proclama rey de su soledad.