Hace años, que el teléfono sonara tenía su punto misterioso porque no sabías quién estaba al otro lado. A los dieciséis, pasé toda una mañana de sábado esperando que un compañero del colegio me llamara para ir a dar una vuelta esa tarde. Comencé a ilusionarme sobre las once. Llamaron mis tíos, un compañero del trabajo de mi padre, pero ni hablar del chaval en cuestión. La ilusión dio paso a la inquietud, confirmé decenas de veces que el teléfono no estuviera mal colgado y prohibí a mi familia usarlo. Murmuré «que me llame, que me llame» como una letanía y, al cabo de un tiempo, asumí que ese día no tendría plan. Comí frugalmente y me eché una siesta. Al despertar, mi madre me dijo que el amigo en cuestión había llamado mientras yo sobaba como si no hubiera un mañana. Hoy pagaría por mantener esa capacidad de dormir a pierna suelta, pero ese día odié mi capacidad para la desconexión. Cogí un par de monedas y me fui a la cabina de la esquina. Contestó su madre. «¿De parte de quién?». Le di mi nombre. Jamás lo había oído. «Malo», pensé. «Ha salido a dar una vuelta. Le diré que has llamado». Me apoyé en la marquesina y eché un par de lagrimillas con ese sentimiento solo apto para los adolescentes.

Primer novio, varios años juntos y mi amiga decidió una mañana que ya no estaba enamorada. Esa misma tarde le dejó. Él le aseguró que se arrepentiría, pero ella no cedió. Al día siguiente fuimos a caminar para pasar la resaca de la ruptura y le entró el pánico. Creyó haberse equivocado y haber dejado pasar la única perita en dulce de la faz de la tierra. En un arrebato decidió proponerle que volvieran a salir juntos. La acompañé a la cabina. Desde ahí se veía el mar. Marcó su número, suspiró hondo y cerró los ojos. Nadie respondió. «Menos mal que no han contestado», dijo. «Habríamos vuelto y lo habríamos dejado en un par de meses». He pensado a menudo que esa cabina le ahorró mucha pérdida de tiempo. Con la inmediatez de los móviles, habría claudicado.

Todos los días, sobre las ocho de la tarde, llamaba a mis abuelos. Me apoyaba en la pared y me dejaba caer hasta quedarme en cuclillas. Ella respondía: «Dígame» y, a partir de ahí, ambos se interesaban por todo lo que sucedía en casa. Cuando estaba fuera estudiando, marcaba su número los domingos por la tarde desde una cabina y pedía, con mi mejor inglés, hacer una llamada a cobro revertido. Siempre creí tener un acento digno de Southampton, hasta que una operadora captó mi tono spanish, no me dejó acabar la frase y me preguntó por el lugar de España al que quería llamar. «A Manacor, Mallorca». El teléfono me conciliaba con la vida todas las semanas.

Las cabinas van a desparecer del paisaje urbano de las ciudades. Lo ordena una disposición de la ley general de Telecomunicaciones. Con ellas se van muchas historias y estampas. La de Tippi Hedren en Los pájaros o la de la puerta de salida de Matrix. Se van esas ansias de hablar con alguien cuando volvías a casa de madrugada, las bromas con los amigos o aquel beso nocturno largo. Creo que las echaré de menos.