Aparte del penoso intento de volver a la Guerra Civil ochenta años después, lo más novedoso que ha dejado la campaña en Madrid es la decadencia del insulto. Se ha injuriado como nunca, cierto es; pero la cantidad de las ofensas no se ha visto acompañada por una mejora de su calidad.

Triunfó por goleada el adjetivo «fascista» que izquierda y derecha se intercambiaron entre sí. De tanto como se usa, el término ha perdido fuerza, aunque eso no impidió que lo manejasen imparcialmente el tertuliano Pablo Iglesias y la no menos televisiva Ana Rosa Quintana. Se conoce que ese concepto mussoliniano vale lo mismo para un roto que para un descosido.

El resto de las injurias proferidas en la batalla de Madrid no es mucho más original. Traidor, feminazi, machirulo, amargada, parásito y rata ocupan el Top Ten de los agravios que se cruzaron los bandos en conflicto. Poca imaginación hay en eso.

La aparente explicación reside en que la campaña fue protagonizada por las partes más extremosas de la izquierda y de la derecha. Podemos, Vox o Podevox, para hacer un esfuerzo de síntesis, son partidos que por su propia naturaleza tienden a utilizar la violencia verbal como sucedáneo de la física. Sería excesivo pedirles que acudiesen a la ironía –atributo de la inteligencia– o a cualquier otra forma de sutileza. Lo suyo es el trazo grueso.

Esto se veía venir desde que, hace apenas unos meses, el entonces vicepresidente del Gobierno y líder de Unidas Podemos abogó por normalizar el insulto en la vida pública. A su juicio, los políticos, los periodistas, los presentadores de la tele y otras gentes metidas en el fregado deberían aceptar que el bronco lenguaje de las redes sociales se trasladase a la moqueta. Más o menos vino a decir que esas malas maneras entraban dentro del sueldo de los representantes de la ciudadanía.

Craso error. Arte y ciencia a la vez, la injuria no deja de ser en realidad una vieja forma de combate característica de épocas –ya lejanas- en las que los gimnasios no habían sustituido aún a las bibliotecas entre las preferencias de la población.

Es un género –el del insulto– que requiere, naturalmente, ciertas dosis de ingenio. Tal que el del doctor Samuel Johnson, quien sugería la siguiente fórmula para llamarle cornudo a alguien: «Su esposa, caballero, con el pretexto de que trabaja en un lupanar, vende géneros de contrabando». Y, en fin, es bien conocida la frase con la que se puede insultar –sin mayor agravio- a los compañeros de juego. Basta empezar la partida con la clásica pregunta: «Vamos a ver, señores: ¿jugamos como caballeros o como lo que somos?».

Por desgracia, el insulto actual no consiente estas sutilezas y rara vez se eleva más allá del nivel de la mera chocarrería. Lo normal es que los políticos recurran al lenguaje pandillero, como se ha visto estos días. Sorprende particularmente esta falta de agudeza en una España capaz de alumbrar maestros de la invectiva de la altura de Quevedo, que hizo del insulto un arte e incluso un género lírico.

Con todo lo que se ha oído en Madrid, convendría establecer cuanto antes una academia de políticos, al modo de la École nationale d’administration francesa en la que, además del arte de gobernar, se enseñase el de insultar con estilo. Mientras tanto, habrá que arar con los bueyes que tenemos. Tan groseros a la hora de embestir.