Ciertamente, lo que vivimos en relación con la pandemia no es comparable a lo de la India, otro país que –como nosotros– presumió orgullosa e irresponsablemente de tener la situación controlada y se vio sorprendido por una segunda ola extraordinariamente virulenta. La situación mejora hoy en toda España, y también en las islas, a pesar de que –en relación al número de personas que se infectan cada día– aún estamos peligrosamente cerca de los peores datos que vivimos durante el confinamiento. Eso se nota mucho menos que entonces, porque la vida ha recuperado dominio, trajín y afanes: ya estamos menos ocupados en pensar en la enfermedad que en atender nuestro día a día. El domingo cumplimos tres jornadas sin apuntar nuevos muertos a la lista, y la percepción general –más allá del cansancio pandémico, que incorpora al cinismo una suerte de patrón optimista a la hora de percibir el riesgo– es la de que mejora la situación epidemiológica en Canarias, especialmente en Gran Canaria. La constante más halagüeña y simbólica es que la incidencia acumulada en los últimos 14 días, está ya por debajo de cien contagiados por cien mil habitantes. El número de casos que vienen a sumarse a los ya registrados es en los últimos días inferior a las altas médicas, y eso implica una creciente reducción del número de personas infectadas, por debajo de los 3.500.

Pero el dato de más interés es el que hace referencia al avance –lento, pero imparable– de la vacunación: casi un diez por ciento del millón novecientas mil personas que constituyen la población que debe ser vacunada, está ya inmunizada en las islas. Y casi una de cuatro personas ha recibido al menos una dosis. Las cifras no se acercan ni de lejos a las previsiones garantizadas por Pedro Sánchez y repetidas por el Gobierno regional, pero son las mejores cifras que tenemos. Para alcanzar los objetivos declarados del Gobierno –inmunizar a todo el mundo antes de que termine agosto– será preciso cuadruplicar el ritmo de vacunación desde este mes de mayo, algo que no parece posible.

Pero aún así, si algo demuestra la vacunación es que –manteniendo las precauciones y recomendaciones establecidas para la pandemia– sus efectos reducen drásticamente el número de muertos. A trancas y barrancas, y con algunos descuelgues incomprensibles, las poblaciones y grupos de más riesgo –ancianos por encima de los ochenta años y personal sanitario– ya están inmunizados, y eso se percibe en la reducción de fallecimientos entre esos dos grupos, que antes contabilizaban la mayoría de los decesos. En la medida en que la vacunación avance a mejor ritmo, se va a percibir el alivio. El problema será entonces no bajar la guardia y llevar a cabo una operativa correcta para evitar que todo lo que significan mejoras por la extensión y alcance de la inmunidad no se vea sepultado por un tsunami de abandono de la seguridad y de prácticas incorrectas. Para que las cosas funcionen, hay que aflojar poco a poco. Muy poco a poco.

Es cierto que el hastío es enorme, y que al cansancio por más de un año de restricciones se suma la decisión del Gobierno de la nación –a mi juicio oportunista y cobarde– de renunciar a las posibilidades que permite el estado de alarma. La decisión de Sánchez de dar carpetazo el 9 de mayo se me antoja de una irresponsabilidad sin precedentes, fruto de una visión oportunista de lo que significa gobernar. No entiendo que el Gobierno renuncie -después de un año largo- al único arma que le ha sido realmente útil para frenar los contagios, sólo por el obvio coste electoral de mantener la alarma. Ojalá todo sea una artimaña frente al discurso crispado y ultrapolarizado de Madrid, y el Gobierno recapacite. Porque podemos vernos frente a una quinta hola –mucho más furibunda que las anteriores- si cada región acaba haciendo de su capa un sayo.