En un artículo de Claudi Pérez leo a un montón de brillantes politólogos –si se me permite el oxímoron– que afirman tajantemente que es prácticamente imposible aislar a la ultraderecha. También es habitual la reacción escandalizada de chicos que viven fuera de España y que con terquedad didascálica insisten en que las izquierdas y derechas europeas se toman muy en serio lo de mantener a las ultraderechas a raya. Es algo muy sorprendente. Sin las malas mañas de Mitterrand no se explica el paulatino éxito del Frente Nacional a partir de finales de los años ochenta. Solo en Alemania –el liderazgo de Merkel y la gran coalición de democristianos y socialdemócrata lo explican– pactar con la ultraderecha sigue siendo, por el momento, un anatema, porque hasta en Holanda y Suecia han prosperado acuerdos con la derecha más ultra y nacionalista.

Pero es relativamente fácil desactivar a la extrema derecha desde una izquierda moderada y pragmática. La solución no consiste en encender cada mañana alertas antifascistas y en poner en pie a la famélica legión. Básicamente la neutralización de la extrema derecha tiene que ver con la honestidad y transparencia en la gestión, la reorientación de valores políticos y prioridades programáticas y en la desmarketinización de la acción institucional cotidiana. Porque olvidarse de eso ha llenado de aire fresco los pulmones de la nueva –más o menos– ultraderecha española y ha permitido su relevante expansión sociolectoral en los últimos años.

Un gobierno pertinazmente mentiroso no solo pierde o puede perder su base electoral. No solo erosiona su propio suelo y se queda únicamente con los más leales a un liderazgo o a un ideario catecuménico. Un gobierno pertinazmente mentiroso (como el que preside Pedro Sánchez) termina estimulando la desafección al sistema de partidos tradicionales, en especial, si practica la mentira incesantemente en medio de una crisis social y económica espeluznante. La gente ya no se cansa: siente verdadero asco por la astracanada perpetua que se vende como actividad política. Por ejemplo, cuando el Gobierno incluye en el Plan de Reactivación y Resiliencia que ha enviado a Bruselas, y como una las medidas de reforma tributaria, la tributación conjunta del IRPF de los matrimonios, y 48 horas después de que se filtre se apresura a retirarla. ¿La retira? ¿Quién lo hace? ¿La ministra de Hacienda por su cuenta y riesgo? ¿Cómo se retira una reforma fiscal que figura en un documento ya girado a la Comisión Europea? ¿Se le manda una goma de borrar a Ursula von der Leyen? Es solo un ejemplo, porque el equipo ministerial miente punto menos que sistemáticamente, con ministros como Ábalos o Grande-Marlaska como farsantes especialmente creativos, por no hablar de las desparpajadas trolas, ya celebérrimas, del presidente Sánchez sobre casi cualquier cosa. La mentira, más que enmascarar una realidad, sirve a Sánchez, como a todos los líderes contemporáneos, para legitimar (y no solo esquivar) la socialización del sufrimiento que impone la crisis económica derivada de la pandemia. La crisis es buena –atención– porque hemos sabido crear un escudo social para proteger a los más frágiles. Luego ocurre que el escudo se parece mucho a un colador y que el desempleo, el subempleo y la brecha social no dejan de incrementarse. Por supuesto, la mentira ejercida como un derecho, el derecho de pernada sobre el lenguaje, termina construyendo una fantasiosa realidad paralela, lo que impide, elimina, amputa cualquier rendición de cuentas.

La gente, dicho muy brevemente, está hastiada de la mentira, que entiende como uno de los lujos indecentes, como las hipotecas preferenciales, las puertas giratorias y las amistades circulares de las élites políticas.