Las cifras se tragan los discursos. El número de ocupados en Canarias ha bajado en 130 mil personas el último año. Echar un vistazo a los números de nuestra economía es llorar. Un millón setenta mil activos, de los que hay 270 mil parados, 70 mil trabajadores en Erte y 160 mil personas empleadas en el sector público.

El discurso oficial está instalado en la retórica de la transformación. La crisis, dicen nuestros políticos, es una oportunidad de cambio. ¿Hacia dónde? Nadie lo sabe. La consejera de Economía del Gobierno, Elena Máñez, dice que se dedicarán casi 170 millones para dotar a los trabajadores de las islas de competencias en el mundo digital. Tiene su coña que lo diga el mismo Gobierno que tiene paralizada la inversión de una de las mayores universidades en internet que quiere operar en Canarias, en la zona ZEC a la que no han hecho otra cosas que ponerle palos en las ruedas y complicarle la vida. ¿Dónde se supone que van a trabajar los nuevos trabajadores expertos en digitalización que va a formar el Gobierno de Canarias? ¿En Mediamark, vendiendo televisores de plasma?

Quien se crea que con esos mil millones extraordinarios que van a venir de Europa vamos a reconvertir las islas necesita un refrescante baño de realidad. Cada año nos gastamos diez mil y no hemos cambiado nada. No existe un modelo alternativo ni viable al turismo, el comercio y la mendicidad institucional, las tres actividades de las que hemos subsistido en las últimas décadas. No es posible imaginar la agricultura de las islas sin las muletas de las subvenciones. Ni se puede concebir la pervivencia del estado del bienestar sin las trescientas mil pensiones que paga el Estado y las compensaciones, ayudas y subvenciones al transporte, a la generación eléctrica o a la importación de alimentos, que nos conceden generosamente desde una metropolí en la que el nombre de los canarios está automáticamente vinculado al sinónimo de “mantenidos”.

Estamos hablando de transformar la realidad de una isla que se ha negado a instalar regasificadoras para abastecer los barcos que, desde 2025, tendrán que utilizar ese combustible para operar en puertos europeos. Que se ha negado a luchar por una segunda pista y una nueva terminal, que no parezca un empaquetado de plátanos, en su gran aeropuerto internacional. Que no saca adelante el puerto de Fonsalía. Ni sus grandes carreteras. Ni está por construir un tren. Ni permite edificar nuevos hoteles en Granadilla o en Arona. Una isla que vive en un “no” perpetuo a todo, perdida entre chuchangas y machangos de postín.

El sueño de la milagrosa conversión a un paraíso de placas solares y molinos eólicos es muy bonito. Pero esa energía, que ni siquiera se puede hoy almacenar, no será jamás un producto de exportación. Seguiremos viviendo, pese a los cuentos chinos, de la venta de servicios turísticos. Cabe discutir que el dinero extra que nos van a regalar se deba dedicar a arreglar escuelas tercermundistas o darle de comer a la gente que pasa hambre. Pero si se lo quieren gastar en redes 5G, allá ellos. Lo que sí les digo es que cuando pase el coronavirus, esta tierra seguirá enferma del mismo mal que tenía antes de la pandemia. Cuarenta años de autonomía nos han transformado en un país que vive aún más de la caridad de un Estado con el que siempre estamos a la greña.