El impacto causado por el covid-19 ha sido terrible en el entorno más vulnerable, el de las personas ancianas, tanto en la altísima mortalidad sufrida en las residencias como en las condiciones en que se encuentran quienes han sufrido la pandemia en su hogar. Esta circunstancia ha puesto sobre la mesa el cuidado de los mayores, un debate de alto contenido ético que toda sociedad debe plantearse, tanto en lo que se refiere a su salud como a la propia calidad de vida. La histórica falta de financiación del sistema de dependencia, aun a pesar de la ley que la regula, provoca, por ejemplo, que en España haya más de 230.000 personas dependientes sin prestación y casi 150.000 a la espera de ser valoradas, sin contar con que las ayudas son precarias y muy raramente sirven para paliar los déficits de asistencia.

Canarias no escapa de esta incertidumbre. En 2035 un 25,04 % de la población tendrá más de 65 años, es decir, uno de cada cuatro canarios pasará a la categoría de la tercera edad. Las políticas de asistencia social necesitan un giro para paliar una situación deficitaria en lo que se refiere a la oferta pública de residencias, sometidas en la actualidad a unas listas de espera insoportables. El retraso, en caso de no corregirse, beneficiará a la iniciativa privada, cuyo catálogo de atención de mayores se rige por los precios de mercado, sólo aptos para unos pocos peticionarios de plaza. Las instituciones isleñas deben abandonar la pasividad frente a un problema que crecerá debido a la baja tasa de natalidad y a los cambios que se vienen produciendo en los entornos familiares, donde los núcleos tradicionales mutan hacia otros modelos que no contemplan la convivencia con los mayores.

El futuro sólo puede abordarse con la puesta en marcha de los mecanismos necesarios para la creación de una red residencial sostenida en parte a través de las aportaciones de los peticionarios, cuyas pensiones serán imprescindibles para sufragar los gastos de un sistema equilibrado que cubra el amplio abanico de necesidades de una generación con hábitos muy diferentes a la de sus padres y abuelos.

La previsible demora en crear una oferta pública estable obliga a alcanzar acuerdos con centros privados a través de los necesarios concursos, una alternativa que inexplicablemente se ha ido aplazando en el tiempo hasta el punto de situarnos en un callejón de salida. Prueba del colapso y los trastornos sociales que provoca la carencia de un proyecto para los mayores no radica solo en las eternas listas de espera, sino también en hechos tan dramáticos como los ancianos que ocupan camas hospitalarias al oponerse sus familias al traslado domiciliario por carecer de medios para atenderlos.

Esta es la situación actual, en la que también se contempla que más del 85% de los cuidadores son familiares sometidos a la presión de tener que conciliar sus vidas privadas y laborales con la atención al mayor. Las perspectivas, no obstante, son peores y conviene que las administraciones actúen en consecuencia, previendo que la generación de los baby-boomers llegará en la próxima década a la senectud. Estamos hablando de que el sistema tendrá que atender, en menos de 20 años, al doble de personas que en la actualidad, con una cifra que, según los cálculos demográficos, ya será de dos millones de ancianos en 2030. Serán muchos más, habrá más dificultades en el acceso o en la conservación de la vivienda, tendrán una menor cobertura familiar, contarán con menos ingresos para hacer frente a sus necesidades, el pago de las pensiones será complicado y, con las restricciones a la inmigración, también habrá menos personas que puedan intervenir en el sistema de cuidados.

Hace falta un programa moderno de atención adaptado a las nuevas circunstancias laborales y a los cambios sociológicos en los entornos en el que se priorice la atención domiciliaria en un futuro inmediato, también por encima de la solución a través de las residencias, con proyectos para acompañamiento a las familias y una mayor cobertura de cuidadores, tanto en extensión de las horas invertidas como de su estatus y condiciones laborales.

El Gobierno, por su parte, ha impulsado un plan de choque, de común acuerdo con autonomías y agentes sociales, que implica una inversión en tres años de 3.600 millones de euros con el objetivo prioritario de reducir las listas de espera e introducir avances en los servicios y prestaciones. La administración central calcula llegar a un porcentaje de financiación del 26,5% para paliar los recortes promulgados por el PP, pero aun alejado de la cifra prevista por la ley.

El envejecimiento de este sector de la ciudadanía, en la generación con mayor número de individuos, más allá de provocar cambios en la pirámide poblacional afectará sensiblemente a la economía y a la distribución de la riqueza. Conviene salvaguardar los derechos básicos del Estado del bienestar para evitar un aumento de la desigualdad y, especialmente, la conservación y defensa de la dignidad en una sociedad que, como hemos visto y sufrido, no puede permitirse dejar de lado a los mayores.