La primera vez que viví en Madrid fue en el siglo pasado. Los skin heads campaban a sus anchas por la Plaza de los Cubos y por bares y discotecas, y se corría el rumor en mis tres trabajos de que si detectaban acento latino te metían una golpiza sin mediar palabra. Así que un día que me tropecé con un grupito de frente, en una pastelería en Gran Vía, renuncié a comerme el dulce más apetitoso del mundo por miedo a que, al pedirlo, me identificaran como natural de algún país caribeño –cosa común en la época y aun hoy– y vieran justificada su violencia de manera inmediata.

De camino a casa me invadía un sentimiento que recuerdo como mezcla de miedo, rabia y vergüenza. La rabia y el miedo ya saben por qué. La vergüenza tenía que ver, sobre todo, con el hecho de que yo temía que me confundieran con alguien venido de América y me agredieran por ello y sabía que eso era aberrante; al tiempo, me sentía abochornada por no haber sido capaz de hablar con mi seseo y mi deje, por haberme quedado petrificada, sin respirar casi, no vaya a ser que se fijaran en mí por lo del biorritmo.

Sí, verán. Resulta que no poca gente piensa que en Canarias tenemos biorritmos distintos.

Esperen, reformulo: hay mucha gente que piensa que los canarios somos más lentos en todo. Y te lo dicen. Y, si no encajas con ese modelo que tienen en su cabeza, te sueltan: “Hay que ver qué rápida eres, hija, qué resuelta, no pareces canaria”. Y, si te ofendes, se ofenden ellos, a su vez, porque te acaban de hacer un cumplido que no has sabido apreciar, desagradecida.

Y lo peor, lo más triste del asunto, es que somos nosotros, los propios canarios, quienes hemos contribuido al mito-prejuicio, con ese rollo que nos traemos en todas las publicidades de “mejor en cholas”, “playita, cervecita, tal, vivir a gusto” y “despacito, mano, a nuestro ritmo”, que, hoy quiero confesar, me pone de una mala leche mayúscula.

Porque yo, que entre lo poco que tengo conservo buena memoria, no recuerdo a nadie de mi casa y mi entorno a su ritmito, suave, tal. Qué va. Recuerdo a mi padre, chicharrero, escopeteado desde por la mañana para salir al trabajo y reventado por la tarde, encerrándose, luego, a escribir hasta la noche. Y recuerdo a mi madre, santacrucera también, vistiéndonos a toda prisa para dejarnos listas antes de irse a trabajar y llegar deslomada a seguir haciendo cosas en mi casa, a diario y los fines de semana. Y recuerdo a mi abuela, majorera, rápida como un títere, corriendo para limpiar aquí y cocinar allá y coser, después, más acá, tanto, que pocos días antes de morirse, con casi cien años, me preguntó que si tenía algo para planchar.

Y así, más o menos, sucedía la vida en las casas de mis amigas, de mis enemigas y de mis parientes.

Eso es lo que yo, que he vivido en mi tierra más que en ningún otro sitio, recuerdo.

No como el antiguo entrenador del Lugo, que estuvo un mes en Tenerife y le dio tiempo a descubrir que los biorritmos cambian por la hora menos y la temperatura, la máxima y la mínima y eso. No como la dueña de una revista donde malcobré unos meses, que había tenido un novio conejero que, según ella, hablaba tan lento que no se le entendía, maja. No como mis compañeras en el bar de copas, que soñaban con retirarse cuanto antes a Canarias, sin dar golpe y tiradas al sol todo el día, porque, como todo el mundo sabe, con diez mil pesetas ahorradas, en el año 99 tú podías comprarte medio archipiélago.

Cosa de los biorritmos.