El primer trimestre ha sido un desastre: se ha destruido más empleo que el año pasado por las mismas fechas, lo que no deja de ser paradójico. Entre enero y marzo se han perdido 137.500 puestos de trabajo en España, dejando al país cerca de los 19 millones de personas con ocupación. Aún así, baja el número de parados, algo que ha sido celebrado en los discursos oficiales, aunque se trata de una mera milonga: hay casi 66.000 personas menos que a finales de año, buscando empleo, pero es porque hay más del doble que han desistido de hacerlo. España tiene en estos momentos 3,6 millones de desempleados oficiales, un 16 por ciento de la población activa, pero no es porque haya más trabajo, sino justo por lo contrario, porque se ha destruido más trabajo que nunca, y decenas de miles de personas han dejado de buscarlo. Es gente que se conforma, que asume que no va a trabajar nunca más, que espera poder seguir viviendo de la caridad pública, de ayudas y rentas miserables, con trabajos de economía sumergida y visitas al banco de alimentos. Un triste panorama social, que sería muchísimo más triste si las administraciones públicas no hubieran disparado sus contrataciones como si no hubiera un mañana: el primer trimestre, entre la administración del Estado, las regiones, los ayuntamientos y centenares de entidades públicas, se ha producido un crecimiento de hasta 18.300 empleos pagados con dinero público, con los impuestos. Unos impuestos que –a pesar de la crítica situación de la economía del país– no dejan de crecer, no sobre el beneficio empresarial, sino precisamente sobre los salarios: casi el 40 por ciento del sueldo de los empleados españoles se destina a pagar impuestos, tributos y cotizaciones a la Seguridad Social, frente a menos del 35 por ciento de lo que se paga de media en los países más ricos del mundo, según un reciente informe de la OCDE sobre la presión fiscal en los estados que integran la organización.

Tirando del bolsillo de todos, pagando sueldos con pólvora del rey, el empleo público construye un espejismo: el de una sociedad cada día más penetrada por la intervención de lo público, mientras el empleo privado se derrumba en 156.000 trabajadores, una cifra ya de por sí terrorífica –ocho empleos de la economía productiva perdidos por cada uno que crea la economía pública– que nos muestra la verdadera fotografía de la situación laboral (y económica) de un país destartalado por la epidemia, la ineficiencia y el conflicto político constante, que todo lo envenena, y en el que la deuda se dispara incontrolada.

Y luego está el paro maquillado, esos Ertes que nadie sabe muy bien cuánto más van a poder sostenerse, ni lo que ocurrirá con esta sociedad cuando no puedan mantenerse más. De acuerdo con la Encuesta de Población Activa, la media de trabajadores en regulación temporal de empleo ha sido de unos 420.000, una cifra que no coincide ni de lejos con la del Ministerio de Seguridad Social, quizá porque la EPA sólo cuenta a los trabajadores en jornada completa. La prórroga de los Erte empieza a negociarse en los próximos días, pero la percepción general es que ya no puede durar más tiempo el café para todos. Con la desaparición del estado de alarma, mantener a la gente sin trabajar va a ser cada vez más difícil. Pueden producirse excepciones sectoriales o territoriales, pero todo parece apuntar al hecho de que la cobertura general no puede mantenerse indefinidamente.