No, no tiene nada que ver con la mítica película de Sergio Leone, aunque no importaría que siguieran leyendo el artículo con la maravillosa música del maestro Morricone de fondo. Esto va de lo que cuesta morirse en euros, se entiende; pero también en salud para los familiares del finado ante la frustración, la desesperación e impotencia por los que han de transitar en los tristes y lamentables acontecimientos que les afligen; y que, ingenuamente, piensan que se acaban ahí, en el duelo; ignorando, pobres mortales, que su desdicha y despropósito, tan sólo acaba de comenzar.

Si se ha sido precavido, y se tiene un seguro de decesos, al menos sabes que una persona preparada para tal fin se va a encargar –aunque sea de manera telefónica debido a la excusa más socorrida de este siglo XXI, como es el covid-19–, de todo lo tocante con los gastos y trámites más directos relacionados con el traslado, funeral y entierro del ser querido. Pero las 24 o 48 horas que puede durar el velatorio no te las quita nadie. Por lo que en estos casos se recomienda, para evitar que pueda acabar como el Rosario de la Aurora, echar mano de una persona que venga afligida y llorada de casa; o que sea lo suficientemente fuerte como para que su desconsuelo lo deje para más tarde, y se centre en lo principal, que es servir de anfitrión. Una especie de portavoz de la familia que acoja a los parientes, amigos y otros allegados; así como que sea capaz de gestionar, de manera diplomática, la visita indeseada –plañideras que le han hecho la vida imposible al finado y tienen la cara dura de presentarse en su funeral–, así como que se encargue de todo lo puramente administrativo e incluso logístico del velatorio.

Parece una tontería, pero no lo es. Sobre todo si tiene que lidiar con las, a veces, absurdas normas de organización y protocolo impuestas por la empresa funeraria que pueden ir desde que no le informen de a lo que tiene derecho –y ya pagado–, como alguna bebida, o comida para los familiares más directos; o el tremendo despilfarro que implica tener que pagar a precio de oro –tanto la familia como cuantos estén dispuestos a ello–, las coronas de flores que, incomprensiblemente, y al menos en caso de cremación del finado, terminarán unas horas más tarde en la basura. Y no digamos si, en medio de la congoja y la aflicción, le presentan una factura inescrutable donde le cuentan toda una película: que si el arca casi 500 euros –ni que fuera la de Noé–, la carroza fúnebre (en realidad un furgón como las de reparto) modelo A, 110 euros –¿cómo será el modelo B?–, en flores (dos coronas y un centro que nadie pidió) la friolera de 160 euros, la esquela (la más pequeña del mercado) casi 90 euros, que si la cremación 500 euros; e incluso el servicio religioso te lo cobran, porque supongo que el cura también tiene derecho a comer…; y, así, hasta la friolera de los 2.300 euros.

Pero todo esto es solo el principio de lo que le espera a la familia cuando comienza a medio entrar en el letargo de la primera fase del duelo, y entrevea que no será nada fácil superarlo si no aprende a que ese duelo –y sus consecuencias–. va a formar parte del resto de sus vidas; junto a la retahíla de contrariedades legales, administrativas y burocráticas que les perseguirán durante meses –suponiendo que la tramitación de la herencia sea sencilla–; o quizás años, si se complica por culpa de algún que otro heredero discordante. Sí, han oído –en este caso leído–, bien: herencia. “¿Pero, qué herencia ni niño muerto si usted no tiene un duro, y el poco dinero que tiene en el banco a veces no le llega ni a final de mes?”, se preguntará. Pero la ingenuidad de la mayoría de los ciudadanos a veces olvida o ignora, que aún es peor, que nada, ni siquiera la muerte, escapa a la voracidad paternalista, intervencionista y recaudatoria de la Administración.

A la complejidad que ofrece el derecho sucesorio civil ha de añadirse la que contiene la normativa tributaria y administrativa en esta materia. Es decir. El muerto descansa en paz, o eso esperamos; pero los vivos, los que se quedan, son sometidos a los enrevesados, injustos y confiscatorios impuestos de sucesiones y donaciones. Y lo son porque no es justo tener que pagar, por muchas bonificaciones que pongan, dos veces por el mismo bien imponible; además de generar desigualdad entre los ciudadanos ya que se paga más o menos en función de la comunidad autónoma donde se resida.

Trabas administrativas que logran que las distintas fases del duelo te las saltes de golpe, y llegues directamente a la de aceptación; si quieres salir vivo del galimatías jurídico-administrativo-impositivo que te atrapa hasta sacarte el último aliento o euro que tengas. Y, hablando de euros, el cuerpo que se te queda cuando en el banco te “informan amablemente”, que la mitad del dinero de tu cuenta te la han bloqueado porque dicho dinero pasa directamente a los herederos; y tú, con cara de emoticón asustado e incrédulo, les comunica que debe tratarse de un error, porque tú hiciste en su día el testamento ese que se llama «del uno para el otro y después para los hijos»; y el del banco, con una sonrisa socarrona y pensando «pobre criatura este no tiene ni puta idea de lo que ha firmado» te aclara –es un decir–, que existe la legítima de los herederos forzosos; que tú ya no eres el dueño de tu casa, sino en todo caso el usufructuario; que tienes que ir al notario, pedir el registro de última voluntad del finado, además del documento de aceptación y partición de la herencia, que si tienes que hacer la liquidación de impuesto de sucesiones, modelo 660 y 650…

Y, entonces tú, que ya te has desconectado hace media hora, sientes que te desvaneces, como si vivieras en una realidad paralela; que eso no te puede estar pasando a ti. Solo piensas en que se ha producido una tremenda desgracia que ha roto tu vida, y que ya no te quedan lágrimas para paliar tanto infortunio y desconsuelo; y solo piensas que ese dolor que sientes no es por lo que pasó, sino por las cosas que van a pasar en la vida de las que ese ser amado no va a formar parte. Y, todo lo demás, ya no importa.

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