A mí no me interesa mucho el debate sobre la Junta de la TVC. Simplemente no comparto ese desastroso modelo que jamás permitirá resultados tolerables. Desconfío de los organismos independientes e imparciales, sobre todo cuando los sostienen agentes tan imparciales e independientes como los partidos políticos. Se me antoja más razonable un director general del ente público con amplios poderes, un equipo económico-financiero reforzado con una clara autonomía establecida reglamentariamente y una comisión parlamentaria que fiscalice ingresos y gastos, contratos y cumplimientos de los objetivos de la cadena como servicio público: atención prioritaria a la realidad económica, social y cultural de Canarias que contribuya a cohesionar el país y disponer de una información audiovisual de calidad. Servicios informativos públicos y entierro definitivo de los grandes contratos plurianuales. Todo lo demás (la realidad y el debate sobre idoneidades, códigos deontológicos, consejos de redacción) nos lo podemos ahorrar: es bastante vomitivo y evidencia el encanallamiento de una profesión que jamás ha estado tan hundida en la burbujeante mierda del descrédito y la miseria moral como hoy mismo.

Lo fundamental no es otra cosa, me parece, que la definición del proyecto de una televisión pública canaria. Un proyecto que no existe todavía y que, por supuesto, no corresponde a las señoras y señores de la Junta de Control ni proponer ni sancionar. Fue muy asombroso ayer escuchar sus píos deseos –algunos expresados entre balbuceos escolares pero con muy buen rollo – sobre lo que debe ser la televisión canaria –ningún caso a la radio, tal vez porque no la oye nadie–. No viene mucho a cuento. El modelo de la radio y la televisión canarias corresponde decidirlo al Parlamento, depósito de la bienaventurada ficción llamada soberanía popular, pero, como ha ocurrido en los últimos veinte años, la percepción más evidente es que el Gobierno y los partidos políticos han decidido, por enésima ocasión, patear fuera del ámbito parlamentario lo que es un asunto de su exclusiva responsabilidad. En su momento en los parlamentos vasco, gallego, catalán o valenciano se desarrollaron enardecidos debates sobre el modelo financiero y organizativo de sus televisiones autónomas. Debates que, obviamente, se han cerrado hace lustros, si no décadas, lo que no quiere decirse que no se produzcan discusiones, apostillas o críticas acérrimas. En Canarias no ocurre eso. En Canarias se ha eludido el debate y se ha hecho porque todos los gobiernos –incluido obviamente el actual– lo han preferido así por razones obvias: control (más draconiano o más permisivo) de los informativos diarios y regalías a las productoras que responden con un amor incondicional. La perfección del modelo canario, la cúspide de la estupidez y la malicia, consiste que las productoras privadas también se encargan de los informativos. Que los partidos se engolfen en nombres e idoneidades de la Junta de Control para llegar a un acuerdo después de meses de negociaciones no debería sustituir el consenso sobre un modelo de gestión, organizativo y operativo.

Y es urgente hacerlo. Soy de los que creen que la TCV ha mejorado sus contenidos programáticos, pero la televisión vive desde hace años un proceso de transformación revolucionario. El espectador se ha empoderado y crece un nuevo modelo de negocio ligado a la digitalización y las plataformas: fenómenos que se alimentan mutuamente. ¿Qué papel juegan las televisiones autonómicas en este contexto de cambio relampagueante? ¿Qué valor añadido pueden aportar a partir de una especialización inevitable? ¿Qué opciones tiene ante una audiencia cada vez más fragmentada? TVC se la juega: o se resigna a una obsolescencia interminable o encuentra su propio espacio en beneficio de todos.