Al poco tiempo de llegar a estudiar a València, allá por 1972, pude asistir a una primera conferencia de una eminencia entonces conocida por unos pocos académicos en España. Se llamaba Ramón Margalef. Lo recuerdo con la frente alargada, amplias entradas, rostro noble, tez morena y cálido hablar. En aquel tiempo, que ya sería la primavera de 1973, él estaba en la Universidad de Barcelona, pero había trabajado en el Instituto de Investigaciones Pesqueras, en el que había desplegado intensos estudios sobre las algas y el plancton. Margalef, además de un estudioso empírico, que aplicaba las teorías matemáticas al estudio de poblaciones, era un teórico con trabajos muy relevantes de ecología general, en la que fue pionero.

Por una nueva Ilustración

Dotado de una clara conciencia social, Margalef subrayó que el problema de la ecología del futuro sería algo que parecía lejano de la naturaleza, a saber: la organización de las relaciones humanas. Sin una adecuada ordenación social era inviable regular los flujos de energía con el medio. Este mensaje llevó a algunos de los compañeros del Colegio Mayor San Juan de Ribera a desarrollar estos planteamientos, y organizaron un seminario de varias semanas sobre un informe que había citado Margalef y que nos impresionó a todos.

Se trataba de Los límites del crecimiento. El libro, encargado por el Club de Roma, se acababa de publicar en 1972. Escrito por científicos de varios países, dirigidos por Donella Meadows, causó un amplio impacto y se anticipó a la crisis del petróleo que estallaría poco después. A la luz de lo sucedido, sus tesis eran más bien optimistas. El libro proponía que, de seguir creciendo la población, la industrialización, la contaminación y el uso de combustibles fósiles al ritmo del presente, la humanidad alcanzaría los límites del crecimiento en un siglo. Era un aviso de que la humanidad debía integrar una noción de límite en su marcha por la historia. Los crecimientos exponenciales no eran posibles sobre una Tierra finita. Era así de sencillo.

Por aquel entonces comenzaron a circular las expresiones de crecimiento cero, crecimiento sostenible, estabilización, equilibrio global, y el libro dio lugar a la Declaración de Estocolmo. Narro estos hechos para presentar, no sin cierta satisfacción biográfica, que el capítulo español del Club de Roma, y por invitación de José Manuel Morán Criado, su vicepresidente, haya preparado un seminario sobre el sentido actual de la Ilustración. Su premisa es que sin una nueva ofensiva ilustrada será difícil asumir las consecuencias de Los límites del crecimiento. El programa, que comparto con José María Fuster van Bendegem y con otros colegas, se desplegará en siete conferencias, y la primera de ellas ya habrá tenido lugar cuando el amable lector lea estas líneas.

La idea de una Ilustración operativa en el presente tiene, en aquel libro de 1972, un ejemplo adecuado. Frente a otras defensas de la Ilustración, como la de Steven Pinker, apologética y exhortativa, este ciclo desea continuar la actitud crítica frente a la Ilustración clásica. No se trata de emprender la defensa de la ciencia, el progreso, el humanismo y la razón. Lo primero que debemos ejercer ante ellas es un distanciamiento crítico. De otro modo es inevitable la indiferencia. De la misma manera que aquella publicación pionera, debemos incorporar el sentido de la experiencia histórica que han producido las grandes consignas ilustradas. Ella lo hizo con la gran divisa del crecimiento. Nuestra tarea es someter a crítica, basada en evidencias de la experiencia histórica, las demás grandes palabras ilustradas.

Todo lo abstracto debe ser contrastado con los efectos que produce en situaciones concretas. Esa concreción forma parte de su sentido. No podemos ignorarlo. Razón, moralidad, libertad, igualdad, progreso, aceleración, intensificación, concentración, técnica... todas estas grandes palabras deben ser vistas a la luz de sus efectos cuando se las consideró como exigencias absolutas. Se trata de mutar desde una Ilustración proyectiva, prometeica, que se dispone a dotar al ser humano de un inmenso poder capaz de controlar el futuro, a otra Ilustración experiencial, que no está orientada al futuro sin que al mismo tiempo esté iluminada por el pasado; que no ofrezca una expectativa que no venga iluminada por una experiencia; que no genere un pronóstico que no esté sostenido por un diagnóstico. Una Ilustración que tantee soluciones con cautela y no se lance a supuestas propuestas universales, que no esconden más que opciones eurocéntricas.

¿Por qué es necesaria esta mutación de la Ilustración? Creo que el déficit más sentido de nuestra época reside en la extraordinaria capacidad de regresión de nuestras sociedades. Amplios grupos de población se refugian en creencias tan arcaicas como las que tuvo que combatir la Ilustración en sus inicios. Lo más sorprendente es que estas regresiones irracionales se realizan en nombre de la libertad. Se asume uno de los grandes valores ilustrados, la libertad, para dirigirlo contra otros valores ilustrados, ante todo contra la verdad. Por supuesto, una libertad sin sentido de la verdad alberga un potencial altísimo de violencia, pues no se siente condicionada por responsabilidad alguna comprobable respecto de la realidad. Este fenómeno es cercano a los fideísmos medievales, basados en aquel creo porque es absurdo.

De este modo, vemos que frente al sacrificio de los particulares que reclamaban las grandes empresas colectivas, que caracterizó a la Ilustración histórica, hoy tenemos la inversión de la situación: el sacrificio de cualquier proyecto colectivo ante la subjetividad libre del particular. ¿Cómo es posible que se haya llegado a esta situación? Yo avanzo una hipótesis. La Ilustración clásica, con el venerable Kant a la cabeza, culpabilizó a los que consideraba todavía no ilustrados. Los consideró como menores de edad, perezosos, comodones que no usaban la inteligencia. La reacción del culpabilizado suele ser insistir en la culpa que se le censura. De este modo, los no ilustrados se convirtieron en obstinadamente militantes contra la Ilustración.

Esa ha demostrado ser una mala estrategia. La buena estrategia, sin embargo, no es fácil, y la Ilustración clásica no la halló. Quizá aquí lo único efectivo sea mostrar que la Ilustración como esquema orientativo de vida es capaz de producir un arte de vivir y un estilo ilustrado persuasivo. Nadie deja de imitar una probabilidad de felicidad. Y la Ilustración debería mostrar (y no tanto predicar) que puede producir ese ritmo de la vida que siempre constituye un arte, y que dota al singular de un control de su vida capaz de ofrecerle un sentido de la propia dignidad y de la propia felicidad.