Cada vez que asisto a noticias sobre crímenes espeluznantes como el de la niña de trece años violada y asesinada por su vecino (en cuyo alegato final del juicio, la fiscal ha afirmado textualmente que “la maldad existe y este es un caso de ello”), me asalta idéntica mezcla de sensaciones, que van desde el estupor más profundo a la impotencia más paralizante. Antes solía añadir una más, que era mi absoluta incapacidad para comprender actuaciones de este tipo. Ahora ya no trato de encontrarles una explicación, porque de sobra sé que no la hay. Y conste que mi postura no obedece a ningún embrutecimiento de mi personalidad. Se debe únicamente a que mi más de medio siglo ya vivido, sumado a mi experiencia profesional en el ámbito del Derecho, me han demostrado que ese “lado oscuro de la fuerza” que antes me resistía a aceptar, ese “mal” que desterraba exclusivamente para la ficción, ese extravío inexplicable que prefería achacar a una enfermedad mental, existe por sí solo.

A la mayor parte de las personas nos cuesta admitir que no todo tiene una respuesta razonable. Nos supera aceptar el hecho de que entre nosotros hay gente mala que no padece ninguna patología física ni psíquica. Mala, sin más. Mala porque sí. Es durísimo asumir la maldad por la maldad. Y más aún lo es constatar que afecta a cualquier edad, género y condición. Es precisamente esa incapacidad de comprensión del fenómeno la que impulsa a no pocos legisladores, hombres y mujeres de carne y hueso elegidos en las urnas para representar a la ciudadanía en su conjunto, a negarse a elaborar normas adaptadas a la realidad desnuda. En otras palabras, a regular nuestro mundo tal y como es, no tal y como lo ven o, peor todavía, tal y como les gustaría que fuera. No hace falta ser jurista para saber que las penas asociadas a una vulneración de la ley deben cumplir una triple finalidad. La primera, castigar el hecho cometido aspirando a la rehabilitación de infractor. La segunda, servir de aviso al resto de los posibles infractores, a fin de que se abstengan de reproducir el mismo acto si, al menos, no quieren exponerse a sufrir idénticas consecuencias. Y la tercera, absolutamente ineludible, proteger a toda la sociedad de una serie de individuos que, por una u otra circunstancia, la perjudican, la atemorizan y ponen en peligro su exigible coexistencia pacífica y cívica.

Nadie que me conozca podrá reprocharme que no defienda la reinserción de los condenados, ni acusarme de abogar por un modelo penitenciario represor al margen de las garantías jurídicas, ni censurarme por no demostrar la mejor voluntad en todo lo relacionado con estas materias. Ni que decir tiene que soy detractora absoluta de la pena de muerte. Sin embargo, sostengo la opinión de que determinados comportamientos deben castigarse con dureza, evitando manifiestas zonas de impunidad de sobra conocidas incluso por los propios autores de los hechos. Cada vez que un terrorífico caso nos sacude las entrañas, no faltan responsables políticos que se aferren a la idea de que las reformas legislativas no deben abordarse en caliente, y yo me suelo preguntar cuál considerarán la temperatura más recomendable, porque nunca la acaban de concretar.

Por desgracia, estas atrocidades no se cometen exclusivamente en la adultez. Basta abrir los ojos y los oídos para concluir que un significativo porcentaje de la infancia y la juventud actuales presentan una escasa tolerancia a la frustración y una notable carencia de autodominio. Por lo tanto, ya que el grado de violencia social no parece admitir discusión, es preciso recordar una y otra vez que la vida es sagrada y la convivencia, imprescindible. Lástima que el mensaje que a menudo se nos traslada es que actuar mal sale demasiado barato, porque así no vamos a ninguna parte.

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