En la reciente guerrita infructuosa organizada en torno al mundo del fútbol y su futuro se me ocurrió pensar en un paralelismo quizá alocado: ¿qué hubiera pasado en el mundo del libro si los medios hubieran gastado tanta energía y tanto tiempo y tantos folios en defender la utilidad de este deporte tan popular como a la defensa de las mordeduras que las multinacionales del entretenimiento han practicado en el cuello del libro como vehículo popular de la cultura? Lo que ha pasado es que libreros, editores y distribuidores han tenido que bailar a solas en este tiempo de pandemia universal. Cerradas las librerías y las editoriales, los vehículos naturales del comercio libresco, unos y otros han tenido que reinventar sus modos de relación con el público, en competencia con Amazon y otros emporios que han impuesto un modo de comercio en el que no hace falta el contacto con el público o con los autores.

En esa situación, que persiste bajo la desgracia de la enfermedad global, tanto libreros como editores se las han ingeniado (esa es la palabra: han usado un ingenio increíble) para romper las barreras del virus, han conseguido abrir resquicios de sus comercios para comunicarse con los lectores y para comunicar a autores con lectores. Sirviéndose de las tecnologías que han proliferado en este año y pico de pérdidas para resarcirse de las consecuencias del aislamiento, las librerías se han mantenido, de una u otra manera, abiertas al público, los editores han podido comunicarse ahí con los lectores, se han seguido editando libros de papel (y digitales), los escritores han seguido viendo cómo sus obras se editan y se cuidan como si no estuviera ocurriendo esta catástrofe. Los camiones, las furgonetas y hasta las bicicletas han circulado por las calles de las ciudades o los pueblos, los carteros y los mensajeros han seguido llevando a las casas los envíos que llegan por esas vías, y solo en algún momento se sintieron amenazados de muerte los distintos instrumentos tradicionales del enormemente nutritivo mundo del libro.

Esta acción ha enseñado a libreros y a editores la lección de la resistencia; nadie puede decir ahora, como se dijo al principio del desastre, que el negocio está en peligro de extenuación. Al contrario, como si se juntara para un ensayo general de la guerra contra los agoreros, todos los amantes del libro han podido juntarse en torno a una idea que ya no tiene vuelta atrás: el libro no va a morir. Y no va a morir en ninguno de sus formatos, porque, entre otras cosas, al contrario de lo que parece que iba a ocurrir con la superliga de las estrellas, el negocio del libro no se ha armado para vencer a sus oponentes, sino para sobrevivir en nombre de un concepto que no tiene otro enemigo que la falta de educación o la cicatería en la ayuda que merece negocio tan viejo como tan descuidado.

José Saramago dijo en cierta ocasión que el libro es bueno para la salud. Brindemos ahora por la salud del libro.