Es un fastidio, pero nadie se salva de hacerlas. Todos en fila y cabreados, en ocasiones, muy cabreados. Normalmente la espera desprende ese halo de incertidumbre y hastío que nos contamina a todos. Hacer la cola es un tranque, desespera y nos transforma cada cierto tiempo en ese ser caprichoso que todos llevamos dentro. Nos encontramos con las colas del supermercado, de las tiendas en rebajas, de las salas de espera, los tiempos de espera de las operadoras o las filas escolares; todas son un tedio. Dick Larson, profesor en el MIT (Institute for Data, Systems, and Society), explicó una vez que el verdadero problema no es sólo la duración de la espera, sino la forma en la que la gente hoy día experimenta esta duración. También, Adrian Furnham, profesor de psicología en la University College de Londres, llegó a la conclusión de que la gente espera, en promedio, hasta seis minutos en una cola antes de abandonarla. Son conjeturas fácilmente validables. Sin embargo, hace pocos días asistí a una de las colas más esperanzadoras de los últimos años, aquellas que nunca hay que abandonar. Semblante de ilusión y alegría en una muchedumbre madura y anciana que llevaba casi un año esperando esa llamada que blinda la pesadumbre y el miedo. Lo que hace un año parecía inviable, hoy es una realidad que hay que poner de manifiesto con las mejores galas. La pareja de la izquierda se miraba a unos 10 metros de separación; el lenguaje gestual era una oda al amor y al optimismo, inspirador para cualquier aprendiz de poeta que quiera fabricar versos en tiempo real. Un poco más alejado, el señor de bigote canturreaba Don’t Worry, Be Happy, de Bobby McFerrin. Su compañero de fila era como James Brown bailando el I Got You, sin tanto ritmo, pero con un garbo de película. Aunque siempre se genera esa lógica incertidumbre, durante los dos minutos y medio largos que dura la canción, todo iba a salir bien. En la entrada, una señora rezaba el rosario, y lo hacía con devoción de agradecimiento, porque cada uno, a su manera, promete o jura las buenas noticias. Y lo hacen porque el entusiasmo es interclasista, la fórmula mágica que nos une a todos para ser mejores y poder ir de la mano contra las adversidades de un tiempo que no venía con manual de instrucciones. Mientras, los hijos esperaban a sus progenitores en un día tan señalado. Ellos también sonreían en los vehículos aparcados en los recinros de la esperanza. En muchos de los coches sonaba Happy, de Pharell Williams, un tema acorde en un día tan especial. Colapsaron las líneas telefónicas para dar el “sí, quiero”. Miles de maravillosas llamadas capaces de frenar la expansión de ese monstruo que tanto daño nos hace. Un pueblo que saca el escudo contra el virus. Las redes sociales se llenan de mensajes contando la bonita experiencia de la vacunación de sus abuelos y abuelas, de sus padres y madres, de sus familiares. Y la vacunación es un canto a la alegría de vivir, una oda de optimismo al futuro. Estas son las colas que tenemos que aplaudir; son la verdadera marca como pueblo. Son las colas de la esperanza.

@luisfeblesc