La cifra más grande jamás calculada es la que se representa por un 1 seguido de 76 ceros. No la voy a escribir, porque entonces me cabría mucho menos texto, pero diré que se trata de un giganúmero (de esos que tanto le gustaban a Carl Sagan) y que según estudios muy precisos y cuidadosos realizados por el Instituto Tecnológico de Massachusetts, representa (más o menos), el número de electrones que giran en el Universo que hoy suponemos existe.

Los cálculos realizados por el equipo encargado de esta investigación fueron enormemente complejos y precisaron en su momento (el cálculo se hizo hace casi cincuenta años) del apoyo de uno de los ordenadores más potentes jamás fabricados por IBM. Sin embargo, el mismo equipo del MIT fue absolutamente incapaz de predecir correctamente el dinero necesario para costear la investigación que se iba a realizar. La beca pública ofrecida por el Estado (supongo que por el de Massachusetts) para financiar el estudio en cuestión se quedó corta una y otra vez y hubo que suplementarla con diferentes y nuevas aportaciones.

Quizá a algunos les resulte sorprendente que ocurriera eso: un equipo científico del máximo nivel, integrado por matemáticos de gran prosapia, estadísticos, compiladores y otros personajes de esos que se desayunan una ecuación cuántica aderezada de logaritmos... un equipo así, vaya, completamente incapaz de calcular lo que iba a gastarse en un par de años de investigación. Les resulte o no sorprendente, lo cierto es que no se trata de un fenómeno aislado. Se trata de algo inexplicado, pero científicamente contrastado: cuando se trabaja con dinero público, no hay en todo el mundo equipo de analistas económicos, agencia consultora o gabinete de asesores capaz de controlar sus propias cuentas y meterlas en cintura. Los mismos equipos, agencias o gabinetes, trabajando para la empresa privada, son sin embargo perfectamente capaces de cuadrar su factura y las previsiones económicas con la cuenta de resultados sin problema alguno y con un grado tal de exactitud que dejarían fría la lista de la compra. Por eso no deben tomarse nunca demasiado en serio los compromisos presupuestarios de los Gobiernos. Quienes prometen austeridad son los mismos que han multiplicado los gastos corrientes y desbordado el déficit previsto. Y a quienes prometen gastar, suele ocurrirles que son incompetentes para hacerlo. Lo único que podría hacer un Gobierno para evitar el superávit es gastarse exactamente el dinero que ha presupuestado, y eso no sabe hacerlo Gobierno alguno, y mucho menos uno que tenga a Román Rodríguez como consejero plenipotenciario y además de Hacienda. Quizá por eso, este Gobierno nuestro, para evitar problemas, ha decidido no volver a hablarnos de lo que va a hacer con el dinero. Antonio Olivera se reúne todos los días con consultoras a las que se lo explica, pero al común de los mortales no se nos dice ni pío, y si algún diputado pregunta en el Parlamento, Román le contesta examinando concienzudamente su propia manicura. Después de cuatro años vendiéndonos la necesidad de superávit cero como si fuera una hamburguesa con doble ración de queso y pepinillos, ahora Román quiere convencernos de pronto de que de lo que se trata es de no gastar lo que se ingresa, porque hay un viejo dicho –probablemente no atribuible a Max Weber– que dice que “el dinero no hace la felicidad”.

En realidad, lo que ocurre es que Román de esto no sabe, no le ha salido nunca lo de cuadrar las cuentas, por eso tiende a amurgarse y afinar por chirigotas. Debería reconocer su propia inutilidad y dejar que se ocupe Fermín, que él sí entiende. Hablando de cuentas y de cuentos, Harold Wilson, antiguo primer ministro del Reino Unido, hizo su propio diagnóstico cuando explicó una vez que “ningún Gobierno es capaz de dirigir una tienda de fish & chips con alguna posibilidad de éxito”. Dijo eso: era socialista, pero un tío sincero.