Realmente los discípulos eran torpes para creer. Lo constatamos una vez más en el Evangelio de este domingo: Ante la presencia de Cristo Resucitado se llenan de miedo por la sorpresa y creen ver un espíritu. Por eso, Jesús les habla, les enseña sus manos y sus pies y come delante de ellos para ayudarles a comprender que realmente había resucitado, que no podía ser un espíritu, que era el mismo que había convivido con ellos, que todo lo sucedido estaba anunciado en todo el Antiguo Testamento.

S. León Magno, Papa en el siglo V, decía que “el Espíritu de la Verdad jamás hubiera permitido que los discípulos dudaran si no hubiera sido en favor de nuestras dudas”.

Los cristianos hemos de tener una fe firme, segura, convencida, más allá de toda duda; pero eso tiene su proceso y lo normal es que, mientras no se llegue a una cierta madurez, surjan dudas y dificultades para creer.

Con relación a la Resurrección de Cristo, cualquier cristiano podría preguntarse muchas cosas como, por ejemplo: “¿Cómo saber con certeza que Jesucristo realmente ha resucitado? ¿Los apóstoles lo habrán constatado todo? ¿Habrán visto realmente a Cristo Resucitado o habrá sido todo una ilusión óptica, una visión o una sugestión colectiva? ¿Habrán sido ellos los testigos de todo o será, más bien, que otros se lo contaron y ellos les creyeron y se dedicaron a anunciarlo?”

Sin embargo, cuando contemplamos, en los cuatro evangelios, cómo Jesús va deshaciendo las dificultades de los discípulos para creer, se van deshaciendo también las nuestras y se va acrecentando la firmeza y la seguridad de nuestra fe. ¡Es lo que sucede este domingo!

Y todo llega a su punto culminante en la tercera aparición según el cómputo de San Juan que escribe: “Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era porque sabían bien que era el Señor” (Jn 21, 12).

Una de las realidades que más repite el Señor en sus apariciones es ésta que leemos en el Evangelio de hoy: “Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse”. Y dice el Evangelio que “entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras…”. ¡Qué importante es eso! ¡Qué necesario es también para nosotros! Hace falta que Jesucristo, por el Espíritu Santo, abra nuestro entendimiento para comprender cada vez mejor las Escrituras.

Podemos recordar aquí la célebre oración del Papa San Pablo VI implorando el don de la fe, en la que le pide al Señor, entre otras cosas, una fe cierta. Y dice: “Cierta por una exterior congruencia de pruebas y por un interior testimonio del Espíritu Santo…”

La Muerte y Resurrección de Cristo es, además, el punto de partida de la obra de la salvación; hace falta ahora llevarla a cada ser humano de cada lugar y de cada tiempo. Por eso, nos advierte el Señor que “en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos comenzando por Jerusalén”.

En la primera lectura constatamos la transformación que se había realizado en los apóstoles. Con qué firmeza y autoridad hablan de la Resurrección del Señor. Es el fruto de las apariciones del Señor Resucitado y de la acción del Espíritu Santo en Pentecostés.

Es necesario que también nuestro testimonio cristiano sea cada vez más firme y convincente. ¡Para ello necesitamos una fe cierta, convencida y comprometida.