Justo es confesar que el cuadragésimo sexto presidente de EEUU nos ha sorprendido a todos: el que su antecesor calificaba despectivamente de sleepy Joe (Joe soñoliento) se ha convertido en sólo semanas nada menos que en émulo de Franklin D. Roosevelt.

Aquel gran presidente demócrata no fue sólo el político que sumó a su país al gran esfuerzo colectivo para salvar a Europa de los demonios del fascismo, sino también quien con su New Deal ayudó a EEUU a salir de la Gran Depresión.

A Roosevelt se deben grandes reformas sociolaborales que se plasmaron, entre muchas otras cosas, en una ley de seguridad social, en programas de ayuda a los agricultores y trabajadores ambulantes, en un salario mínimo y en el derecho de los trabajadores organizarse en potentes sindicatos..

Es decir, todo lo que, muchos años después, se dedicarían a desmantelar no sólo el republicano Ronald Reagan, decidido antisindicalista como su coetánea Margaret Thatcher, sino también sus sucesores demócratas como Bill Clinton, quien abrió de par en par el país al libre comercio y contribuyó al debilitamiento del Estado social.

Según indican las estadísticas oficiales, el poder de compra del trabajador blanco medio estadounidense cayó un 13 por ciento entre los años 1979 y 2017 mientras que la renta media creció en un 85 por ciento, lo que no significa otra cosa que un aumento escandaloso de la desigualdad económica.

La desindustrialización acelerada de los Estados del centro del país, el Rust Belt (Cinturón de la Herrumbre) llevó al paro a cientos de miles de trabajadores y los obligó muchas veces a aceptar trabajos en el sector servicios que apenas daban para vivir .

Ese proceso continuó con el también demócrata Barack Obama y explica el éxito electoral de un demagogo como Donald Trump, que habría sido imposible sin la sensación de abandono de millones de trabajadores por parte de un partido demócrata más preocupado del mundo financiero, de los nuevos profesionales y de las llamadas políticas de identidad.

Biden, que ofició de vicepresidente durante las dos presidencias de Barack Obama, parece haber aprendido esta vez la lección y, además de dar un espectacular impulso a la campaña de vacunación, ha querido desmentir la imagen que tenía de demócrata moderado o más bien conservador.

Sabe el presidente que si quiere evitar que su presidencia sea sólo un paréntesis en la era trumpista, debe esforzarse en convencer a millones de trabajadores desengañados de que el Partido Demócrata va a ocuparse esta vez de ellos.

Biden parece haber aprendido también otra cosa de su experiencia con Obama, quien intentó contentar a los republicanos sin que éstos se lo agradecieran mínimamente. Sabe que no cabe transigir con un Partido Republicano intransigente y dedicado al obstruccionismo.

De ahí que haya decidido un plan de 1,9 billones de dólares – casi el 40 por ciento del presupuesto federal y en torno al 9 por ciento del PIB estadounidense- para dinamizar la economía.

El plan de estímulo incluye un cheque de 1.400 dólares a cada estadounidense y un bono de 300 dólares semanales en el subsidio de desempleo además de generosas deducciones fiscales por hijos.

“No podemos tolerar que la gente pase hambre o que la gente se vea desahuciada. Tenemos que actuar ahora de forma decisiva”, afirmó el Presidente cuando anunció su plan de estímulo.

Sólo este año, el país se endeudará en unos 2,3 billones de dólares, lo que supone más del diez por ciento del PIB aunque para financiar el ambicioso programa de infraestructuras, Biden no echará mano de la deuda sino que recurrirá a una elevación de impuestos para quienes ganen más de 400.000 dólares al año.

El siempre ofensivo Trump no podrá volver a llamarle sleepy Joe.