Hace meses que hemos unido un máster en epidemiología a nuestros ya conocidos títulos de entrenador de fútbol, magistrado y experto en interpretación de resultados electorales, además de catequista de siete religiones distintas. Ahora también sabemos de vacunas, y nos preocupamos, de hecho, por quién elabora la fórmula magistral que se nos va a administrar. La lentitud de toda decisión que depende de la Unión Europea y la indefinición -cuando no las evidentes contradicciones- del proceso ayudan bien poco a transmitir seguridad.

Veamos. El Gobierno de Estados Unidos dice haber detectado seis casos de trombosis cerebral después de haber inyectado siete millones de dosis de la vacuna de J&J, anhelada por ser la primera que solo necesita un pinchazo. Resultado: se recomienda pausar su aplicación. Claro, los norteamericanos ya han aplicado 192 millones de sueros, y este contratiempo no les afecta, pero en la atrasada Europa cunde nuevamente el pánico, toda vez que los letales efectos son los mismos observados en el preparado de AstraZeneca, popularmente bautizada como “la vacuna mala”. Es más, ya ni la Comisión Europea tiene claro si continuará con determinados contratos ante una supuesta falta de fiabilidad de las vacunas, y los propios estados ya van cabalgando libres en sus compras y vetos a las farmacéuticas. De entrada, en España queda paralizada la primera remesa de 300.000 dosis de J&J (de un total de 5,5 millones), dirigida a inmunizar a la población de 70 a 79 años. El rosario de problemas no hace más que complicar el plan de Pedro Sánchez de vacunar en agosto al 70% de la población.

¿Qué ocurre? Que tecleas en Google “Janssen” y detrás viene por defecto la palabra trombo. Lo mismo ocurre si pones AstraZeneca, Moderna, Pfizer y Sputnik V. Esas cosas pasan porque los buscadores nos sugieren siempre lo que ya han registrado que preocupa a sus usuarios. Nosotros, que felizmente mezclamos ibuprofeno con diazepam y un anticonceptivo si hace falta, que postergamos la decisión de dejar de fumar un año más y nos metemos una pizza de medio metro entre pecho y espalda, tenemos bien claro que la vacuna de tal laboratorio mejor no, que me va a provocar un trombo. Los partidarios de la vacunación masiva colisionan con sus detractores, de la misma manera que lo siguen haciendo todavía quienes abogan por la mascarilla frente a sus acérrimos enemigos. No hablemos ya de los negacionistas Bosé style.

Metidos hasta las trancas en esa gozadera mediática de la lucha más que evidente que sostienen gobiernos y farmacéuticas, parece que al ciudadano no le queda más remedio que alinearse en bandos aunque carezcamos de la más mínima evidencia científica. Eso sí, nos podemos jugar la vida cruzando puentes y carreteras en cuya construcción no hemos participado, superando la velocidad recomendada en coches que tampoco hemos fabricado, y mandando un WhatsApp sin atender al volante. También son decisiones públicas, cuidado.

En esta carrera más política y económica que científica, lo único claro es que el Covid-19 vino para quedarse, y que estamos muy lejos de ese día soñado en que las vacunas -hoy también arma electoral- estén disponibles masivamente. Digo yo que podríamos felicitarnos por las garantías que rodean el proceso de inmunización, el altísimo nivel de efectividad conseguido en tiempo récord, y la ingente labor de coordinación de un sistema público de salud dotado de los mejores profesionales, con independencia de quién gobierne en cada momento puntual.

Mientras tanto, nos cuesta enfocarnos en lo único que verdaderamente podemos hacer como sociedad: seguir cuatro simples reglas que nos han enseñado para convivir con el coronavirus sin mandar un poco más a la mierda la economía, los servicios esenciales y hasta la salud de nuestros seres queridos. Y vacunarnos.

Eso también lo queremos debatir, desafiar y, obvio, incumplir.