El visir Iznogud de Canarias, que además es consejero de Hacienda, es el prototipo perfecto de ese pensamiento marxista que consiste en ir acomodando los discursos a las conveniencias de cada momento. Una técnica enormemente eficaz en una sociedad con memoria de fula roquera.

Hace no demasiado tiempo, cuando Román Rodríguez habitaba en los gélidos bosques de Invernalia, allá por las afueras del Muro de la dura oposición, no se calentaba haciendo fogatas, sino flamígeros discursos en la tribuna de parlanchines –en el Parlamento se llama de oradores– acusando al gobierno de sus hermanastros nacionalistas de tener superávit. Era el año 2018. Dejar dinero sin gastar, clamaba, era un verdadero crimen cuando había tanta necesidad en Canarias. Y le asomaba una traicionera lágrima en sus felinas pupilas, pensando en esas montañas de billetes guardados frente a tanto guanche pobre.

Pero lo que hace tres años era pobreza, ahora es miseria. Los responsables de las organizaciones humanitarias están desbordados. Los bancos de alimentos no dan abasto. Los comedores sociales están abarrotados. Y estamos viendo delante de nuestros ojos una destrucción social sin precedentes. Si tener superávit en 2018 era un crimen, ¿Qué es hoy?

Acudamos a la fuente. A ese manantial de fresca verborrea llamado Román Rodríguez. El superávit es simplemente un “asiento contable”, sin impacto real en los gastos y en los ingresos. Y además, el dinero que sobra de un año no se tira a la basura. No. ¡Hombre por dios! Se gasta al año siguiente. Y los 232 millones que le sobraron a este Gobierno del año pasado ya se están gastando en este año. Faltaría más. ¿Cuál es el problema?

Pues el problema es que no se debería decir una cosa y la contraria cuando te sale de los santos bigotes. Vale que pienses que la gente es tonta, pero no lo demuestres tan claramente. Las diputadas Vidina Espino y Rosa Dávila, con blindaje femenino –o sea, ponle el freno de mano a las respuestas, compadre– le dieron en el Parlamento hasta en el carné de identidad. Diciéndole lo que él mismo decía hace pocos años: que es una vergüenza que haya sobrado dinero público en una tierra donde la gente se muere de hambre y donde los dependientes fallecen esperando una ayuda.

La demagogia es una autopista de ida y vuelta. Donde las dan las toman. Pero no resulta un consuelo saber que la política es hoy el arte de la inutilidad absoluta. La realidad es que ningún gobierno se puede gastar sus presupuestos porque la mitad de la administración no funciona. Porque no han aplicado criterios para medir la productividad y premiar al que trabaja frente al que se está tocando los testículos de Jehová o los ovarios o lo que sea que tengan los que están entre el déficit y el superávit. Y son nuestros políticos, de hoy y de anteayer, todos ellos, los que han creado, consentido y alimentado ese monstruo. Y los que se niegan a reformarlo. Porque, coño, habría que trabajar.

El Ayuntamiento de Santa Cruz ha decidido meterle mano a los inmuebles en peligro de ruina. Si los propietarios no los reforman, rehabilitan o construyen un nuevo inmueble, acabarán siendo expropiados. El fin último es bueno, sin duda, porque pretende dignificar zonas deterioradas que se encuentran en el corazón de la capital. Pero haría bien el Municipio en mirar, además de las pajas en el ojo ajeno, las vigas que tiene en el suyo. La situación del viejo Balneario es de absoluto abandono y ruina desde hace décadas y la administración pública no lo ha solucionado. De la propuesta para restaurarlo y darle uso social nada se sabe. Fue flor de un día que ha terminado rápidamente olvidada. Lo mismo podría decirse del edificio del Parque Viera y Clavijo, que ha llegado a convertirse en residencia habitual de personas sin hogar, abandonado también a su suerte. No se le puede pedir a los demás lo que las propias administraciones no cumplen consigo mismas. Hay numerosos inmuebles y solares públicos que están sin utilidad desde tiempo inmemorial. Y eso es muchísimo más sangrante, porque es un patrimonio de todos. A ver si esas nuevas exigencias –que no están mal– se aplican a todos, públicos y privados, con el mismo rasero.