Recuerdo esperar en el hall del postinudo hotel donde se alojaba. Llegué unos minutos antes de lo que acordado para la entrevista, apuré un cigarrillo y me senté en un sofá. Finalmente apareció. Terno azul, camisa blanca abierta, pañuelo de seda a juego, zapatos negros tan lustrosos que deslumbraron a los empleados de la conserjería, que se cubrían los ojos con una mano mientras me señalaban con la otra. Justo Jorge Padrón se me acercó con una sonrisa tan perfecta y espontánea como un nudo Windsor. Me sugirió tomar algo en el bar del hotel mientras hablábamos. Él marchaba delante, como los reyes y los guardias de tráfico. Pidió un té y se me quedó mirando.

Nadie ignora que Padrón iba de grand poète. Para él esa grandeza era su recipiente natural, como la ostra para su perla. Justo Jorge –así lo llamaban todos– componía una figura de lírico cosmopolita, dandy maduro y abogado en exclusiva defensa de su prestigio. Su obsesión fue siempre el reconocimiento, y un escritor grancanario comentaba maliciosamente que Padrón había aprendido sueco todavía en su juventud no por curiosidad intelectual o literaria, sino para traducirse a sí mismo y tener más posibilidades de conseguir el Premio Nobel, un proyecto quizás demasiado aventurado. Después de conseguir el Boscán y el Fastenrath tenía que buscar nuevos candeleros. En una de las novelas del ciclo de Carvalho, Los pájaros de Bangkok, el detective quema un libro de poemas de Justo Jorge Padrón elegido al azar en su caótica y abandonada biblioteca. “Es un poeta hispanosueco que se hizo famoso traduciendo al canario a Aleixandre”, le explica Carvalho a un amigo. Padrón había luchado a brazo partido para conseguir que Aleixandre le autorizara, en efecto, a recoger el Nobel que le habían concedido. Y lo logró. Fue muy importante en su estrategia reputacional. Cuando las fuentes nórdicas empezaron a secarse, sin embargo, se volcó en los Balcanes. Si uno lee la larguísima relación de los galardones que consiguió en Macedonia, Rumanía o Bulgaria siempre tiene un momento de duda sobre si trata de realidades solemnes o de bromas jocosas.

Pero no. La traducción fue para Padrón una labor importante e imprescindible. Y a menudo –reconocen incluso sus enemigos– no lo hizo nada mal. Quería informarse de todo y que todos lo conocieran y practicó, según es costumbre, los artículos, los festivales de poesía patrocinados públicamente, las revistas literarias generalmente carísimas. Fue un excepcional relaciones públicas de sí mismo, aunque con malas o insuficientes relaciones con la izquierda y los nacionalistas; en cambio, con la derecha que lideraba en Canarias José Manuel Soria presentó libros y aceptó homenajes. Lo que ocurre es que bajo su personaje y sus ambiciones de gloria existía un auténtico poeta con logros que no deberían olvidarse. Logros que salían a la luz cuando Padrón olvidaba o se distraía de una retórica poética hojarascosa y de raíz más o menos surrealista y se dejaba a sí mismos escribir versos emocionantes a partir de una imagen, un ritmo, apenas un color. Le ocurrió en varios libros felices, pero yo siempre recuerdo Otesnita, de 1979, que es una celebración del amor, con su excelsitud física y su epitafio inamovible, y que como siempre es una asignatura inefable: “Porque la sorprendida noche crece en tus ojos/y vive en el presagio/de un mundo que de pronto fuera./Ya los días ascienden legendarios,/vibrantes, a su más alta armonía./ No puedo comprender/la esbelta sencillez de este misterio”. Ya has llegado al misterio, poeta.