Pasó lo peor. El final del túnel está a la vuelta de esta última curva de la pandemia que atravesamos ahora. Las vacunas, a pesar de las dudas sobre AstraZeneca, son eficaces, un logro que pasará a la historia por la rapidez con que las han conseguido los científicos –los únicos, junto a los sanitarios, a la altura de las circunstancias–. Basta producirlas y aplicarlas en masa para despertar de la pesadilla. Cada día se hace más evidente la desastrosa gestión de la emergencia también en este capítulo, plagado de demoras inexplicables y confusión. Aunque el virus siga extendiéndose, su letalidad no tiene nada que ver con la de los envites iniciales. El sacrificio ha sido y es brutal en vidas. Tendrá un coste inconmensurable e igual de dramático en pobreza como nadie empiece a pensar pronto en la economía.

Este año, pronostican los especialistas, no será el de una plena y consistente reactivación. Quizás el próximo tampoco. El Gobierno de España elaboró los Presupuestos con una previsión de crecimiento en torno al 10%, que poco después redujo en tres décimas ante los técnicos de la UE y que volverá a retocar a la baja. El primer trimestre, cuando la peste por fin ofrece un respiro, ha sido demoledor para los indicadores macroeconómicos. Los principales organismos independientes nacionales e internacionales coinciden en que este país será el último en recuperarse. Un motivo de alarma para dejar de sestear: si España viaja en el furgón de cola del mundo, Canarias lo hace en estos momentos en el postrero de España.

Un millón de españoles ha perdido su empleo o lo tiene en suspenso. En el caso de Canarias, el primer año de pandemia se salda con 53.106 parados más y 86.826 canarios, de 12.641 empresas, en ERTE. Tras la destrucción de 46.266 empleos, 280.650 isleños carecen de un puesto de trabajo. Pese al colchón protector de los ERTE, van a disolverse definitivamente muchos negocios, condenando tras de sí a una legión de trabajadores.

Cuando el Banco Central Europeo cierre a los estados el grifo de las compras masivas de deuda aparecerá en las cuentas públicas una montaña de débitos. La desigualdad había aumentado significativamente durante la crisis de 2008. La pandemia hizo llover sobre mojado. Una recesión sobrevenida con las constantes aún débiles barrió de golpe como hojarasca los brotes verdes.

Pero si alguien en esta tierra ha salido especialmente damnificado por el desastre han sido los menores de 25 años. Acceder de manera equitativa al mercado laboral y labrarse un porvenir digno e independiente sin necesidad de emigrar les resulta casi imposible. No es Canarias región que garantice a los jóvenes estabilidad y dignidad, un escarnio inaceptable. Primero, porque la comunidad se boicotea a sí misma al cercenar el reemplazo generacional. Y luego porque contando con el tan manido, cacareado e innecesario afán de no depender tanto de una industria como la turística que demanda mano de obra poca especializada resulta que Canarias tampoco puede cubrirla con sus propios cuadros juveniles por fallos incomprensibles en la concepción de la formación profesional y, en cambio, carece de trabajo para sus mejores talentos, obligados a irse fuera.

Las autonomías de éxito generan, retienen y atraen talento. El suavizamiento de las restricciones y la próxima supresión del estado de alarma invitan a plantearse otros objetivos ambiciosos al margen de los sanitarios. El prioritario, impulsar medidas que aceleren el progreso y la creación de riqueza, única forma de garantizar la estabilidad social. Los males de Canarias a la que apremia una situación delicada, con el motor gripado, escasas oportunidades, empresas pequeñas y población en general escasamente cualificada, están suficientemente descritos. Los sucesivos informes de los institutos especializados le sacan los colores por su atonía a pesar de que cuenta con recursos suficientes para el despegue, para construir en positivo, recobrar la confianza y generar optimismo. ¿Qué ocurre entonces? Que nadie acaba de demostrar una firme voluntad de solucionar los déficits colectivos, muchos estructurales y arrastrados durante lustros, ni promueve un diagnóstico común que asiente los pilares sólidos para recortar gastos ruinosos, revolucionar la enseñanza, reformar la administración, impulsar una industria turística 4.0 y la inteligencia artificial o acabar con el subdesarrollo científico y tecnológico. Y el tiempo vuela. Mientras, una cultura política irrespirable llena la nada de grandilocuentes palabras inútiles y zafios insultos.

El día a día, la rutina, lo gobierna cualquiera. La transformación, el cambio, requiere liderazgo. Canarias no precisa simples contables para alargar la liquidación de los bienes que la sostienen en pie, sino referentes de solvencia que obtengan lo mejor de los ciudadanos y faciliten el advenimiento de lo nuevo. Que cohesionen equipos, atiendan con idéntica diligencia las demandas de los ideológicamente iguales y de los distintos, alineen intereses heterogéneos, valoren la diversidad de opiniones y muestren clarividencia para determinar metas conjuntas. Quien logre todo esto devolverá a los canarios la fe en sí mismos y les descubrirá que pueden aspirar a bastante más que opositar o engrosar las listas del paro hasta prejubilarse malamente por la vía rápida.