En la Iglesia todos somos conscientes de que el acontecimiento de la Resurrección del Señor con todas sus consecuencias prácticas no cabe en un solo día y que, por eso, se prolonga durante cincuenta días de alegría y de fiesta en honor de Cristo Resucitado. Además, se nos advierte que el problema está en poder mantener durante tanto tiempo el clima de alegría y de fiesta propio del Tiempo Pascual. ¡Dicen que somos más sensibles y solidarios con el mal que con el bien!

Los cincuenta días comienzan con la Octava de Pascua: En cada uno de los días de esta primera semana, se celebra la solemnidad de la Resurrección aunque sean días laborables. Hoy llegamos al octavo día, la Octava de Pascua.

Durante estos días la Liturgia de la Palabra nos ha venido presentando en el Evangelio, distintas apariciones de Cristo Resucitado que trata de ayudar a los discípulos a pasar del temor a la alegría desbordante; de la torpeza en creer a la certeza, más allá de toda duda, de que el Crucificado había resucitado, de que estaba realmente vivo.

En la primera lectura de cada día se nos han venido presentando algunos testimonios de los apóstoles casi siempre de Pedro, después de Pentecostés, acerca de la Resurrección del Señor.

Al llegar el día octavo, es lógico que el Evangelio nos presente la aparición propia de la Octava, en el que se produce el encuentro del Señor con Tomás, el que no quería creer sin ver, que se rinde a la fe con unas palabras impresionantes: “¡Señor mío y Dios mío!”

La primera lectura nos presenta no ya el testimonio de los apóstoles, aunque también haga referencia a ello, sino, más bien, el testimonio de toda la comunidad: ¡Cómo vivían los primeros creyentes en la Resurrección del Señor!

En medio de todo eso celebramos hoy el Domingo de la Divina Misericordia instituido por el Papa San Juan Pablo II, que murió –qué coincidencia– la víspera de esta conmemoración. Pero ya, desde antes de la institución de esta Jornada, los textos de la Misa de este día contenían elementos que tratan de la misericordia de Dios: por ejemplo, la oración colecta comienza diciendo: “Dios de misericordia infinita, que reanimas, con el retorno anual de las fiestas de Pascua, la fe del pueblo a ti consagrado…”.

¿Y qué son estas fiestas sino el punto culminante de la manifestación y realización del amor, lleno de ternura y misericordia de Dios Padre? “La prueba de que Dios nos ama –escribe S. Pablo- es que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5, 6-9). Y también: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir por Cristo –estáis salvados por pura gracia-; nos ha resucitado con Cristo Jesús, nos ha sentado en el cielo con Él”(Ef 2, 4-7).

Esta Jornada, por tanto, constituye una llamada apremiante a contemplar los acontecimientos que estamos celebrando desde la perspectiva de la misericordia de Dios de manera que podamos proclamar con el salmo responsorial de los tres ciclos: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”.

Y la misericordia de Dios nos impulsa con vigor a practicar la misericordia con los hermanos con el amor, el perdón y la ayuda fraterna. En efecto, estas realidades deben constituir “la atmósfera”, el espíritu, que envuelve nuestra vida y la vida de nuestras comunidades si quieren ser verdaderamente cristianas. En definitiva, “la señal” que nos dejó el Señor de la autenticidad de nuestra condición de cristianos no es otra cosa que el amor a los hermanos (Jn 13, 35).

¡Me parece que la misericordia divina es la clave de la alegría de la Pascua! Por eso, solemos cantar en estas fechas: “Gustad y ved qué bueno es el Señor!