Quizás algún día quienes nos gobiernan consigan detenerse el tiempo suficiente para reflexionar sobre lo que está ocurriendo con esta pandemia, y pensar en lo que está fallando estrepitosamente. Podemos felicitarnos de que la industria farmacéutica haya logrado crear no una, sino una docena de vacunas eficientes, capaces de frenar la enfermedad. Tenemos motivos para la satisfacción, porque aún no existe una vacuna para el coronavirus del SIDA, después de más de sesenta años, –la muestra humana más antigua que contiene VIH fue tomada en 1959 a un marino británico que la contrajo en el Congo–, en los que la enfermedad ha exterminado a millones de personas, 40 millones desde 1980. Hay tratamientos, que hicieron ganar fortunas a las farmacéuticas, pero no una vacuna. En esta ocasión, no se ha tardado más que algunos meses en comenzar a producir vacunas que pueden doblegar la enfermedad. La ciencia ha cumplido el encargo, y lo ha hecho con extraordinaria rapidez y diligencia, aunque la industria no ha cumplido las expectativas de producción.

Bill Gates planteó nada más iniciarse los trabajos de investigación de las vacunas que ése sería el problema: producirlas en cantidad suficiente y distribuirlas. Las primeras vacunas operativas fueron la rusa y las dos chinas. Todos pensamos que serían poco seguras, pero la evidencia es que están salvando a millones de personas no sólo en Rusia y China, sino en toda Asia y en África. El ritmo de producción es rápido, pero en Europa y EEUU no han sido homologadas, no se autoriza su uso, probablemente por una mezcla de geopolítica y presión del mercado. Es para hacérselo mirar, el que ante una situación de colapso sanitario y económico mundial, camino ya de los tres millones de muertos contados, el orgullo nacional y la presión de las multinacionales farmacéuticas y sus lobistas haya podido más que el sentido común. La resistencia europea a aceptar investigaciones y tecnologías no occidentales sería estúpida si no fuera criminal.

Y luego está la gigantesca campaña contra AstraZeneca tolerada –cuando no auspiciada– por los gobiernos europeos. La farmacéutica puso también de su parte con el incumplimiento de plazos y sus extraños negocios, pero éste es otro caso de locura colectiva inasumible: ¿Cómo es posible que unos posibles efectos secundarios que en cualquier otro medicamento se consideran residuales –un caso por cada más de millón de personas- esté provocando la histeria desatada contra la única vacuna barata que hemos logrado producir masivamente? ¿Será precisamente por eso? ¿Porque vacunar con AstraZeneca cuesta seis euros y con las otras entre 30 y 60 euros por persona? ¿Es legítimo que los gobiernos europeos dinamiten sus campañas de vacunación por una posible –sólo posible– relación con algunos casos de trombos? ¿Cuántos muertes por trombosis se producen en el mundo desarrollado por consumo de anticonceptivos orales? ¿Diez, treinta, cincuenta veces más que los que se quiere atribuir a la vacuna anglosueca?

Los gobiernos democráticos están perdiendo el oremus. Recurren al lenguaje bélico para explicarnos que esto es una guerra heroica, pero las víctimas de esta guerra cada vez les preocupan menos. Prefieren renunciar a proteger a millones que enfrentarse a una posible demanda por haber autorizado un preparado que quizá provoque efectos secundarios graves en un porcentaje infinitesimal de la población. ¿Justifica un fallecimiento por cada millón de personas dejar de vacunar? Se les ha olvidado que esta enfermedad está matando en España a dos personas de cada cien que contagia.