Ocurrió en la última reunión de la comisión parlamentaria de Justicia y Administraciones Públicas. Es irrelevante el contenido preciso del debate. Fue en una réplica a la diputada del PP, Astrid Pérez, cuando el consejero Julio Pérez espetó una de sus intervenciones más agresivas y –no hay otra palabra– faltonas de lo que llevamos de legislatura. Con una evidente voluntad de ridiculización –y subrayando sarcásticamente una y otra vez su respeto hacia la diputada– Pérez le acusó de una ignorancia infinita, de no entender nada, de no haber estudiado el asunto en cuestión ni haberle dedicado previamente un minuto. La representante conservadora le replicó lacónica y gélidamente: “Es usted un misógino y un impertinente. En este parlamento hay hombres, usted el primero, que dicen disparates, y que nadie les ha faltado el respeto”.

¿Es Pérez misógino? De verdad que no lo parece. El consejero de Administraciones Públicas se ha distinguido siempre, personalmente, por un trato correcto, atento y afable. Tal vez podría señalar que en algunas de sus intervenciones parlamentarias, en especial durante el último año, Julio Pérez se ha acostumbrado a despreciar a la oposición utilizando un lenguaje terminante y empapado de desdén, a veces altanero, pero eso es, supuestamente, un registro parlamentario más. Y sin embargo creo de Astrid Pérez tenía razón.

Condenado al dulce placer de seguir todos los plenos parlamentarios y muchas comisiones no recuerdo, francamente, que el consejero haya insistido en la ignorancia, la torpeza o el estudio insuficiente de ningún diputado de la oposición. En cambio Pérez ha insistido particularmente en estos deméritos –por llamarlos así– por parte de diputadas como Vidina Espino, Socorro Beato o la propia Astrid Pérez con el punto sardónico de un maestro de escuela que sabe, o cree saber, que puede humillar un ratito a los alumnos sin temer ninguna consecuencia. Y reconozco que me ha sorprendido. Me ha sorprendido no haber percibido, hasta ahora, esta sutil pero no tanto desigualdad de trato. Por supuesto que las tres diputadas a las que me he referido han advertido a Pérez que no le tolerarían esa actitud; por supuesto, Pérez ha seguido manteniéndola. Tal vez no estaría mal que además de manifestar su protesta –lo pueden y lo deben hacer– los respectivos presidentes o portavoces del grupo parlamentario en cuestión presentaran formalmente una reclamación al respecto ante la Mesa de la Cámara cada vez que el señor Pérez –o cualquier otro orador– cayera en esta deplorable táctica como quien se sacude la caspa de un hombro o se suelta el nudo de la corbata.

Los micromachismos (y los neosexismos) son elementos fundamentales en el mantenimiento de una cultura misógina y machista: una fina tela de malla que agrupa y encubre a la vez, cotidianamente, valores, símbolos y procedimientos de una hegemonía masculina y masculinizante. Son un producto y al mismo tiempo una condición legitimadora de la violencia física y simbólica contra la mujer. Sin micromachismos ni neosexismos es difícil de concebir las peores heridas que infringe el machismo, desde los asesinatos hasta la brecha salarial. Los micromachismos, en efecto, naturalizan un atmósfera verbal y social en el que todo lo que hiere, maltrata y fastidia a las mujeres y a su dignidad se integra en una normatividad tan inevitable como el orden cósmico de las constelaciones. Y no deben tener cabida, disculpa o trivialización ni dentro ni fuera del parlamento.