En los despachos políticos, en las sedes de las ONG, en las redacciones de los medios de comunicación se está esperando el primer muerto. Ha habido tiempo y todavía se dispondrá de un poco más para preparar las reacciones cuando en las reyertas que estallan cada vez más frecuentemente en el campamento de Las Raíces muestren su primera víctima mortal. Yo incluso sospecho que Anselmo Pestana está preparando el discurso de luto frente al espejo. Ha sido un accidente lamentable que nos obliga a fortalecer aún más, si cabe, la seguridad interna en los recintos y potenciar nuestro mensaje de solidaridad, amor, duchas frías y bocadillos duros como piedras. Un antojo literario, por supuesto, porque cuando llegue el momento más sangriento el Delegado del Gobierno central en Canarias no dirá absolutamente nada. El alcaide Pestana jamás dice nada, cuenta nada, transparenta absolutamente nada. Cumple las órdenes y un día serás diputado, o consejero, o agregado en una Embajada. Porque es lo que se juega el señor delegado: algo bastante más descansado que lo que se juegan los inmigrantes que sobrevivieron al cayuco y a la angustia y a la sed y al mar embravecido o paralítico para llegar a un pudridero de esperanzas del que no le dejan salir. No tienen móvil. O funciona defectuosamente. O se queda sin batería. No pueden comunicarse con sus familiares y amigos. Se está produciendo una suerte de zombificación emocional entre los cientos y cientos de inmigrantes. No están en su casa ni están en su destino. No están a la intemperie pero tampoco disponen de unas condiciones de habitabilidad mínimamente aceptables. No se les impide salir pero no tienen ningún sitio a donde ir. No están muertos pero sin patria, sin familia, sin trabajo, sin una sola certidumbre en una espera interminable y sañuda, no puede afirmarse, sin más, que estén vivos.

La estupidez es una forma de crueldad o, a veces, de intensificar la crueldad en el mismísimo infierno. Hay que se rematada, deliberada, casi entusiásticamente idiota para avanzar en la práctica concentracionaria de meter en un espacio físico muy limitado a nacionalidades y etnias que se caracterizan por la desconfianza y la aversión mutuas. A veces por el peor de los odios, que es el religioso. El racismo es un veneno mortífero que no conoce culturas, fronteras ni circunstancias: también existe racismo entre los condenados a esa nada que te devora el corazón en el campamento de Las Raíces. Se están consolidando grupos, subgrupos, redes de relación, frentes y, sobre todo, jerarquías operativas en el ecosistema campamental. Los que mandan y los mandados. Los que exigen y los que ceden. Los que lideran y los que asienten. Los que se atreven a gritar y los que siempre guardan silencio. Los que pretenden que en el orden interno, íntimo, se respeten los ritos y las reglas del grande, del misericordioso, y los que se rebelan o simplemente ignoran cualquier hadiz. La gestión de este colectivo exasperado, tensionado y que ya no cree a nadie y a nadie está a cargo de personas cuya buena voluntad no puede objetarse, pero que ni de lejos reúnen la experiencia y la técnica para evitar que estalle la violencia y acabe desbordándose. Con los medios y conocimiento de que disponen no pueden siquiera evitar que se conculquen derechos humanos y deben llamar a la Policía Nacional y llegan los agentes y disparan pelotas de goma y no solo una docena de migrantes resultan heridos y trasladados al hospital: es que cada intervención policial ceba un resentimiento incontrolable.

A la espera del primer muerto. Y a continuación la misma lágrima reptil deslizándose por la mejilla de un presidente, un ministro, un eurodiputado, un delegado de Gobierno.