¿Quién sabía lo de la sentencia condenatoria por fraude fiscal del empresario Jorge Marichal? Muy poca gente al parecer. Entre los hosteleros isleños –a los que ha representado patronalmente– muy pocos. Menos aún entre los hoteleros peninsulares, que lo eligieron presidente de la Federación Española de Hostelería y Alojamientos Turísticos. Un señor que tiene un apartahotel en Totana, ¿qué iba a saber de las peripecias judiciales de Marichal y su señor padre, don Agustín, factótum durante muchos lustros del PSOE de Arona y constructor con excelentes relaciones con todo el psocialismo sureño hasta anteayer mismo? ¿Y los periodistas? Bueno. Quizás en su día existió alguna distracción malévola, pero cuando la Audiencia ratifica finalmente la sentencia se vivía en lo más duro del posconfinamiento y la atención informativa de las redacciones –la mayoría de los periodistas practicaban el teletrabajo, sin contar los que podrían estar insertos en un ERTE– se centraban en otras prioridades. Por ejemplo, curiosamente, en la devastación del sector turístico y en las denuncias de Marichal al respecto, a veces criticables, pero a menudo cargadas de sentido común. En todo caso, el daño persona y reputacional que la ratificación de esta sentencia supone para Marichal no es mayor ni menor ahora que hace unos meses.

Marichal siempre ha sido un empresario con rasgos de emprendedor barojiano: la cuestión es tirar para adelante y luego que sea lo que dios quiera y podamos esquivarlo. Si se queda demasiado quieto y en silencio se siente moribundo. La única forma para seguir avanzando es no retroceder ni para coger impulso. Un empresario que responde a un viejo modelo de apetito pantagruélico, información limitada y operaciones relampagueantes, pero con una licenciatura en dirección y administración de empresas y estancias universitarias en Londres y París. Una imparable fuente de ocurrencias que fascinan a unos y horrorizan a otros. Nada extraordinario. Como apunta Benito Arruñada, al empresario español “le domina una visión mágica de la ley, en la que confía, no para delimitar las reglas de juego y definir así los medios, sino para lograr directamente sus fines”.

Lo indiscutible es que los empresarios españoles suelen considerar fundamental disponer de unas relaciones razonablemente buenas (y operativas) con las élites políticas. Sin duda Marichal lo ha entendido así, con ejemplos tan evidentes en casa. Las organizaciones patronales, en Canarias como en España en general, no solo han servido para la representación y defensa de los intereses empresariales, sino también como plataforma de relaciones públicas y (más que ocasionalmente) alianzas entre los empresarios más relevantes y los dirigentes políticos locales, de izquierdas o de derechas. La mayoría de los (pocos) grandes empresarios de Canarias considera la socialización de las pérdidas como un fenómeno astronómico o geológico, consecuente y fatal, pero demandan auxilio de las administraciones públicas cuando las cosas van mal, porque su cuenta de resultados se ve afectada o simplemente se arruinan sus empresas. La ocurrencia de crear una compañía aeronáutica, para saltarse a engorrosos intermediarios para el transporte de turistas a Tenerife, es pura prehistoria empresarial: los hoteleros, en las regiones turísticas más desarrolladas, se dedican a lo suyo: una economía productiva, dinámica y abierta se basa en la especialización. La batalla de Marichal, que presentó el proyecto de una compañía de aviación en el Cabildo tinerfeño, pareció ganar cuando, después de los titubeos de CC, y con el PSOE al frente de la corporación insular, el delirio volador consiguió una promesa de subvención que ahora se va al traste. Pero Marichal sobrevivirá. Y el marichalismo aún tiene un largo recorrido.