Yo no sé usted, pero si algo tengo cada vez más claro es la necesidad de recuperar la amabilidad como eje y motor de vida. De la vida con mayúsculas. A ninguno se nos va a pedir más. La crispación me harta. Como la mala educación o la zafiedad. El “yo soy así”… No vale. El cultivo de la amabilidad no es un detalle menor de la convivencia; y mucho menos una actitud superficial o burguesa, como algunos interesadamente quieren hacernos creer.

Si se fijan, ya estemos en el hospital, el colegio, en un banco o en cualquier empresa… donde haya trato personal, el denominador común de las quejas no se refiere tanto al tema sobre el que se esté tratando como a los malos modos de tal o cual profesional. Hay personas que optan por cuidar la amabilidad y, de este modo, se convierten en una especie de estrellas en medio de la oscuridad existencial.

La persona que tiene esta cualidad no es áspera ni ruda, sino afable, suave. Es una persona que sostiene y conforta, que ayuda a los demás a que su vida sea más soportable, sobre todo cuando cargan con el peso de sus problemas, urgencias y angustias. Es una cualidad que anima a regalar una sonrisa, a decir una palabra que estimule. Posibilita un espacio de escucha en medio de tanta indiferencia.

El mundo –aunque cueste creerlo- está lleno de gente luminosa. Los que pasan del resentimiento. Aquellos que no conocen la palabra odio. Aquellos que siempre ven el lado bueno de las cosas, es decir, aquellos que conocen las cosas que realmente importan. Los leales, los currantes, responsables y alegres pese a todo. Los independientes y libres. Los que no se dejan engañar con los cantos de sirena de la codicia. Los que detestan el mal periodismo. Ese que llaman de cloaca: ese que convierte a los seres humanos –incluidos algunos periodistas o añadidos– en mercancías. Los que saben que discutir, hacer preguntas, es una forma de ejercer la democracia pura. Los que dudan. Los que esconden los dolores para no hacer sufrir más a los que los aman. Los implacables con la verdad. Los que se levantan cada mañana y repiten la canción: “Hoy puede ser un gran día”. Los que están siempre, incluso cuando no están.

Dicen que todos tenemos que contar al menos con tres. Yo les llamo los imprescindibles. Son esas personas que cuando abren la puerta, o la ventana, también abren el sol. Incluso en los días de lluvia. Es una fortuna tener cerca de ti gente tan extraordinaria. Esas personas ayudan a vivir, ahora que la vida está patas arriba. Por eso dedico este escrito a los individuos esenciales. A los imprescindibles. No hay demasiados. Qué bueno es tener donde descansar la cabeza cuando tienes ganas de llorar. Son como terremotos que lo mueven todo. Especialmente las tristezas: hasta hacerlas desaparecer.

Va también por los humildes. Por los adictos a la esperanza. Los que odian las injusticias. Hay personas a las que uno ama irremediablemente, eterna e infinitamente. Aquellos que cuando abren puertas, ventanas o sus ojos… -como un milagro- abren también el sol.

Hace unos días, el que abre el sol para mí cumplió 17 años. El de los ojos negros como el carbón. Y es un amor. Cuánta vida me das, hijo.

Feliz martes.

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