En la ciudad de Madrid, mientras al mediodía del jueves (el día del amor fraterno, raíz de un extraordinario cuento de Luis Alemany, premio Jauja en cuyo jurado estuvo don Emilio Lledó) hacía la enésima entrevista de mi vida, tuve delante, como un objeto fijo, Puro humo, uno de los grandes libros de Guillermo Cabrera Infante. Aunque en ese rato tan largo resultara obvio que estaba en la ciudad que fue de Pérez Galdós, no me quedó más remedio que sentir que también me hallaba en Gloucester Road, la calle de Londres que hizo suya para siempre Guillermo Cabrera Infante, el autor inolvidable de Tres tristes tigres. Para muchos esa es desde hace mucho tiempo la calle de Guillermo y de Miriam Gómez, evidentemente, pues no se puede evocar a uno sin rememorar a la hermosa actriz que fue su compañera y que es la que mejor atesora su memoria, que vive felizmente en la casa que ellos hicieron un mito de la literatura de los sesenta y de los setenta y de todos los años que vinieron y que los tuvieron como anfitriones de décadas de pasión por la amistad y por la literatura.

Lledó no queda citado ahí sólo porque tuviera que ver con aquel premio ganado con tanta justicia por Alemany, sino porque para mi está ligado por los años a la propia memoria de mi amor por Cabrera Infante y por su literatura. Había acabado un examen de Historia de los Fundamentos de la Filosofía y volvía en un microbús rojo hacia mi casa en La Asomada. Como solía ocurrir, la guagüita tenía varios apeaderos, y uno de ellos daba a la librería que entonces había en los aledaños de la parada de La Orotava. En la estantería estaba expuesta la primera edición de Tres tristes tigres. En la portada, unos músicos de jazz, circunspectos, retratados para siempre en un libro con el que luego fui inmensamente feliz. Llegué a casa, venciendo aún el insomnio de la noche precedente, cuando preparé (sin mayor motivo: don Emilio nunca examinaba, te pedía que escribieras sobre lo que se te ocurriera: yo hice un texto sobre el movimiento pánico de Arrabal, entonces en alza) el examen final. La tarde estaba llena de ese aire limpio que tiene a veces el norte de la isla, y hacía sol y había como la alegría que habita esos días saludables, de horizontes tan rojos y palmeros. Cuando llegué a casa ya habían dejado de trabajar los carpinteros y me eché en mi cuarto de persona mayor con aquel libro en las manos. Como si entrara en otra vida y ésta se pareciera a una vida soñada, comencé a leer ese libro como si ya supiera de la existencia de sus calles habaneras, de las bromas de personajes de los que me parecía haber escuchado hablar, así que hasta que lo seguí leyendo como si no existieran ni la cena ni las recomendaciones (“apaga la luz, muchacho”) sino la pasión por entrar, de intruso pero reclamado, en aquella habitación abierta que eran la música y las palabras del gran libro de Guillermo Cabrera Infante.

Como el entomólogo de personajes que ya era entonces, comencé a buscar por todas partes rastros del autor, como si éste fuera parte de mi familia, o al menos de la familia a la que yo también quería pertenecer. Entonces casi todos éramos procubanos de Castro, habíamos abrazado la mitología castrista y guevariana, y aunque en casa no había sino un póster, y éste tenía que ver con la fe de mi madre, esos personajes, Guevara, Castro, Cienfuegos, estaban presentes en las revistas que me traía un amigo de entonces, Paco Casanovas, castrista de la primera hora, que se hacía con los Bohemia y con todos los libros que iba produciendo la industria cultural de la revolución del 59. Me vio tan apasionado con el nuevo escritor que había aparecido en mi vida que junto al último número de la aún existente Bohemia me trajo un día Así en la paz como en la guerra, en su primitiva edición cubana, publicada antes de que, en 1965, Guillermo dejara para siempre su casa y su país para venirse a vivir primero a España, donde no lo quiso Franco, y a Londres, donde sí fue admitido, siempre con Miriam Gómez, la actriz (siempre se lo recordé) de una mítica película perdida que se llamaba El ejército rebelde. Yo le digo aún Miriam Gómez y el ejército rebelde.

La primera vez que vi una fotografía en la que se distinguiera bien a Guillermo Cabrera Infante fue en la vieja revista Índice, que dirigía Juan Fernández Figueroa. Él ya estaba exiliado en Londres, y aparecía al final de un pasillo, tímido o escondido. Supe después de sus dificultades para sobrevivir en el exilio, de sus dificultades de todo tipo, incluso las que tuvo, muy graves, de salud, y seguí indagando hasta que un día me hice con su dirección y con su teléfono y entonces ya sentí que tenía que hacer algo que uniera la admiración con el conocimiento. Un día de junio de 1972 lo llamé a su casa y me respondió Miriam, entonces y siempre amable como si nos hubiéramos visto cien veces antes. En ese momento Guillermo estaba saliendo de lo que ella llamó “un nervous breakdown” y era imposible encontrarse con él. A partir de entonces me permití escribirle algunas veces, seguía leyéndolo y releyéndolo, y ya cuando fui a vivir por más tiempo a Inglaterra le pedí una cita, que me dio con una fecha y una hora muy precisas. Como es inevitable imitar las costumbres del país al que vas, acudí precisamente a la hora, las cuatro de la tarde, llevando en la mano una botella de Tía María como regalo. Me había adelantado unos minutos, por si acaso, y di vueltas en torno a Gloucester Road hasta que toqué el timbre y acudió Miriam Gómez, su pelo negro como un destello que daba marco a su risa, me hizo llegar al cuarto oscurecido en el que Guillermo amansaba su silencio, y allí estuve tratando de saber de él y de sus libros y de su vida. Ante aquel silencio que era aún secuela del nervous breakdown yo fabriqué mis propias historias. De vez en cuando volvía Miriam con más café y con la alegría que después fue siempre para los que fuimos a verles el sonido de aquella casa. Pues cuando Guillermo volvió a ser el autor que hizo de la música una literatura, en Tres tristes tigres y en tantos libros inolvidables, y la persona que, con Miriam al lado, jamás se olvidó de una historia, aquella casa y aquella pareja fue el destino de grandes alegrías, una peregrinación feliz a un escenario de amistad y aprendizaje. Mi entrevistado del jueves no supo entonces la alegría que me dio hacerle preguntas mientras veía delante aquel volumen (que yo mismo edité en España) de Puro humo, un símbolo tan eficaz de la Cuba de la que vinieron a Gloucester Road Miriam y Guillermo. Por cierto, me dijo Miriam un día, Guillermo era abstemio en aquellos tiempos del nervous breakdown, y jamás probó de la botella de Tía María.