Yo de esto no sé nada, pero dicen los que entienden mucho que los castings son una auténtica trampa para actores.

Dejemos a un lado el estrés que produce —y no es cosa menor— someterse, en crudo, al escrutinio de un grupo de personas que te conocen o no, ante las que vas a demostrar tus aptitudes, sin tener apenas contexto de lo que quieren o necesitan y en un entorno que no se parece a aquel en el que se desarrollará tu trabajo llegado el momento.

Obviemos, también, si quieren, las fragilidades e inseguridades del actor o actriz, que son varias y consustanciales a su oficio, tan líquido y volátil como poco conocido y valorado.

Ignoremos el hecho de que, muchas de las veces, se va a los castings por cumplir, por no desairar al manager o al productor, sabiendo, de antemano, que el papel está más que dado y que se trata, únicamente, de cubrir el expediente y ‘hacer como que se hace’.

Aun pasando por alto todas estas variables y siendo el reparto lo más importante de una película, una función o una serie, sucede que el casting no es, en absoluto, infalible.

Es más, resulta una herramienta bastante inútil si tenemos en cuenta la cantidad de gente entrenada para pasar esas pruebas que luego resulta tremendamente ineficaz llegado el día de la verdad, y, lo que es peor, los grandísimos profesionales que se quedan por el camino porque no son capaces de mostrar todo su potencial en un encuentro frío, rápido y cada vez más alejado del proceso actoral.

Todo este alegato no es gratuito. Yo he venido aquí a contarles cómo se parece un casting a unas elecciones, especialmente a unas elecciones sobrevenidas y precipitadas.

En el ruido, en el fragor de la campaña, tal y como están hoy concebidas, hay candidatos y candidatas y viceversa que se mueven como pez en el agua.

Golpes de efecto, frases ideales para imprimirlas en camisetas o gritarlas en tuiter, escándalos varios, descensos al barro, subidas al monte, bajadas al metro, sonrisas, apretones de mano. Farfolla, en fin.

Luego están los pésimos aspirantes: gente sin punch, torpe de palabra, de gestualidad plana, que no nos dice ni fu ni fa, que no es ni chicha ni limoná y, por ello, porque no nos divierte ni nos mueve ni nos conmueve —cómo osa— resulta que nos da una pereza infinita.

En este mundo traidor podemos perdonar el histrionismo, pero aquel que no nos entretenga que no se atreva a aparecer por nuestros televisores ni se roce por nuestro lado. Insolente.

Por estas y otras cosas, como les decía, unas elecciones no son más que un casting de los de ahora. Un casting ligerito y superficial en el que nos quedamos, normalmente, con aquel que maneje mejor los trucos aprendidos a tal fin: la lágrima fácil o la risa oportuna, la gestualidad desbordante, la palabra exacta dicha con la entonación que nos active las sinapsis, la mirada desafiante, los dientes apretados. Esos efectos especiales de prestidigitador que, por burdos que sean, por conocidos que los tengamos, nos sacuden y nos mueven en uno u otro sentido.

Pero —y aquí va mi teoría— suele suceder que los gestores más serios, los que cuando gobiernan demuestran su valía, no son, a priori, buenos candidatos, precisamente porque su pudor, su bagaje, sus valores o su sentido del ridículo les impide entrar en la rueda de la descalificación y el Bannon style.

Y, al contrario. Quienes muestran esa querencia por el ruido y los fuegos artificiales, se siguen desempeñando igual cuando llegan a gobernar, sin pensar que en ese momento se deben a toda la ciudadanía, no a sus fans ni al director de reparto.

Pero eso, admitámoslo ya, no nos importa.