Será el tiempo que no ayuda, o será que vivimos en un estado de permanente desasosiego, pero lo cierto es que la gente está más malcriada que de costumbre y salta a la mínima. Se perdió la cortesía del “disculpa” cuando te cruzas con alguien, cuando tocas a una persona sin querer, cuando se atraviesa el carro en el supermercado… Nos hemos asalvajado y nos hemos polarizado. Cunde una sensación de aumento de la inseguridad que nos conduce al colapso, motivado muchas veces por las atrocidades infectadas de sensacionalismo que llevamos un año leyendo y escuchando sobre el Covid-19. A falta de una campaña coordinada que aporte información clara a la ciudadanía, los altavoces mediáticos están a disposición de todo aquel que quiera decir que esto causa la muerte y que lo otro nos va a generar una trombosis.

Esa alerta continuada nos lleva a pensar que estamos solos frente a un peligro extremo, y nos hace sentir peor de lo que estamos. Esto sólo incrementa la ansiedad, la insatisfacción y el miedo. La prudencia y el sentido común son las armas que nos quedan ante esta pérdida generalizada de la capacidad para discernir entre opinión y conocimiento.

¿Cómo no va a incidir el coronavirus en la salud mental, si ya faltaban medios para atender cuestiones tremendamente graves, que demandan máxima implicación pública, como los trastornos de personalidad o la esquizofrenia? Somos una sociedad resiliente, resistimos para seguir viviendo, como dice la canción, pero pensemos en los problemas adaptativos o los cuadros de ansiedad derivados del obligado encierro. En condiciones normales achacaríamos a la “depre” el desánimo posterior a la vuelta del fin de semana, cuando simplemente estamos jodidos por volver a la vida diaria; si vivimos en esa perpetua rutina, la cosa se complica.

La depresión es una enfermedad muy seria que va más allá de ese hartazgo puntual. Infinidad de personas la han experimentado a raíz de esta pandemia y hay que hacerle frente para, al menos, controlarla. La Organización Mundial de la Salud estima que la padecen 300 millones de personas en todo el mundo, y la define como un trastorno mental frecuente, caracterizado por una persistente tristeza, pérdida de interés o placer, sentimientos de culpa o falta de autoestima, trastornos del sueño o del apetito, sensación de cansancio y poca concentración. Puede llegar a hacerse crónica o recurrente y dificultar el desempeño de la persona en su vida diaria. En su forma más grave, puede conducir al suicidio, que se cobra al año la vida de unas 800.000 personas, una cada cuarenta segundos.

El deterioro de la salud mental es una de las gravísimas consecuencias que deja la pandemia del Covid, y no se arregla con un “vete al médico”, por mucho que lo profiera un diputado parapetado en la caverna de su escaño, máxime cuando el tratamiento de estas enfermedades lucha contra el estigma, el tabú, la desinformación y la falta de recursos. Por eso es importante que visualicemos la depresión, la bipolaridad y la ansiedad. Y por eso es tan esencial que, por ejemplo, una mujer que ha sufrido estos trastornos durante más de diez años, motivados por el acoso continuado de quien fuera su pareja, encuentre el valor necesario y lo cuente, lo explique y lo conozcamos, porque no solo entenderemos a esa persona, sino que podremos extraer conclusiones importantes para esta sociedad tan polarizada y muchas veces egoísta.

El diálogo y el acuerdo son la mejor forma de acercarse a aquello que permanece oculto, como la enfermedad mental o el suicidio, pero también la libertad sexual, la identidad de género, la eutanasia… Realidades que tienen una cosa en común: Hemos pasado milenios sin hablar de ellas, perdidas tras los muros de la represión, y detrás de las cuales hay personas que tienen derecho a ser escuchadas. Razón de más para que estudiemos, para que pasemos de la opinión al conocimiento, dialoguemos y, entonces, tomemos decisiones.