Son dos que han soplado más de la cuenta en el baile del pueblo. En plan farolero, a ver quién baila con la más fea, los dos borrachitos se van pasando las solteronas primero, y luego las bigotudas, y después las gordas, pero quedan empatados. Y entonces el menos borracho de los dos le dice al otro; “Si sacas a bailar a la gorda aquella vestida de rojo, por mí que has ganado”. Y el más borracho se acerca a la gorda de colorado y le dice: “Zeñoda… ¿le impodtadía concededme ezta rumbita?”. Y la gorda, que no. Y el borracho insiste y la gorda de nuevo que que no. Y el borracho, ya impaciente: “¿Y puede zabedze podqué no?”. Y la gorda, muy educadamente: “Pues por tres razones: primero, porque está usted borracho. Segundo, porque nunca bailo con desconocidos. Y tercero… porque soy el señor obispo”.

A Ángel Víctor Torres le ha pasado algo parecido durante esta primera mitad de legislatura: le ha tocado bailar siempre con las más feas. Empezó su presidencia casi de carambola, gracias al esfuerzo combinado de Asier Antona y Melisa Rodríguez para impedir que el centroderecha gobernara en Canarias con los nacionalistas. Fue Torres más rápido que Clavijo a la hora de convencer a Curbelo de que cambiara su aseregé solitario por una lambada agarrada a cuatro, materializada en un pacto de Gobierno en el que al final a Curbelo le prometieron todo y le dieron la mitad de lo prometido. A partir de esa seducción fundacional, Torres ha logrado mantenerse en pista sin perder ni el pie ni el ritmo, desgastándose lo mínimo a pesar de la que está cayendo, y vendiendo humo de pajas (con perdón) a sus socios y electores. Torres está convencido de que lo mejor llegará después del verano, cuando esté todo el mundo vacunado, la pandemia dominada, y renazca el mundo anterior al virus. Casi ha llegado Torres a la mitad de una legislatura que parece inacabable, pero sigue ofreciendo promesas seductoras a socios y votantes, convencido de que todo cambiará cuando la cuenta de contagiados y muertos diarios se acerque a cero. Cree Torres que ese va a ser el tiempo feliz de su Gobierno, y que a partir de ahí, todo resultará más fácil.

Se equivoca de medio a medio: el tercer y cuarto año de su legislatura van a ser (políticamente) mucho más complicados que el primero y el segundo. Las expectativas desatadas y no cubiertas por la superación de la enfermedad van a hacer estragos en una población agotada por el esfuerzo, que sufre su propia división en una sociedad de dos velocidades: la que vive directamente de lo público –con diez mil empleos más en Canarias a cuenta de los impuestos– y que ha emigrado desde este pasado viernes a vacacionar en los Sures de las islas, y otra que o vive ya al pairo o empezará a hacerlo pronto sin ertes, ayudas ni subvenciones, con ochenta mil desocupados más, a la espera de que el maná de Bruselas impulse una recuperación pensada para favorecer a grandes empresas con amarre en el poder, consultoras y despachos y profesionales redactores de proyectos.

Dentro de un año, no habrá gas suficiente en los fogones del Sociobarómetro para seguir cocinando la buena nueva de que aquí no ha quedado nadie atrás. Dentro de un año, el drama social que vivirán las islas será peor que el que ya se vive hoy. Es una cuestión de tiempo. Y entonces Torres va a saber de verdad lo que es bailar con la más fea. Le va a tocar sufrir una herejía mucho mayor que darse de morros con el señor Obispo.