La pereza mental, también la pereza mental de los periodistas, ha llevado al santuario de los lugares comunes la especie de que todos los políticos son iguales. Es evidente que esto no es cierto. Tampoco son iguales todos los panaderos o todos los periodistas. En este último extremo, ahora es cierto que hay una tendencia a potenciar una clase de periodista que, no siéndolo en realidad, practica el oficio sin tener en cuenta los valores que éste representa. Volveremos en un rato a este último extremo.

Ahora ha aparecido en Madrid el caso del actor Toni Cantó, que estuvo ya en varios partidos y acaba de recalar en el PP, donde se ha hecho figura, parece que imprescindible para el líder Pablo Casado, del equipo de Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad madrileña. Cantó ha sido miembro, en distintas instancias, de un partido local en Torrelodones, en las afueras de Madrid, de la Upyd de Rosa Díez (y de Álvaro Pombo, por ejemplo) y finalmente del Ciudadanos de Albert Rivera (al que adora) y de Inés Arrimada (a la que últimamente desprecia). Ha sido un actor sin mucha fuerza mediática, pero ha logrado hacerse ver en política como perejil atraído por varias salsas, y ha sido notorio sobre todo por zurrarle la badana al partido al que ahora se ha acercado (se ha sumergido) gustoso.

Su aire es el de un hombre satisfecho consigo mismo, algo que no es reprochable pues si uno se fija en personas de su clase (como José María Aznar o Federico Trillo) cuya resurrección fugaz los ha hecho notorios esta semana, esa ha terminado siendo una característica esencial de una parte grande de la clase política: personajes satisfechos de sí mismos, aunque detrás tengan la mancha de sus malandanzas. Lo cierto es que esa notoriedad, igual que otras características de Cantó, como la infidelidad (la infidelidad partidaria), ha sido lo más importante que ha aportado hasta ahora el exdiputado por Valencia al tablero al que contribuye.

El caso de Cantó es importante porque indica que para ser político, en según qué circunstancia, no hace falta sino tener labia y usarla en la dirección que sople el viento, lo mismo que se requiere, ay, para ser periodista sin guardar escrúpulo alguno. Emilio Romero, que fue director del diario Pueblo en la época digamos aperturista del Gobierno de Franco, era un chaquetero bien apoyado en las distintas caras del régimen; una vez contó en televisión, y yo lo vi, que él sobrevivía gracias a la teoría del paraguas: llovía, abría el paraguas; dejaba de llover, cerraba el paraguas. Así se hizo influyente en los dos lados del franquismo, que también tenía varias aceras de poder, y él fue de un lado a otro sin que le tosieran en ningún sitio. Hasta que se lo cargó el Opus.

Cantó no ha sido capaz de igual virtuosismo, pero ha logrado algo insólito. Sin haber hecho nada de particular, sin haber promovido una ley, habiendo insultado a feministas y a izquierdistas, habiendo puesto sobre el tablero, incluso, la corrupción del PP, ha terminado siendo tenido como un político influyente, tanto como para alterar los planes electorales de la presidenta de la Comunidad de Madrid, metiéndose con fórceps en sus listas, y animado además como “brillante y valiente” por el presidente del partido, Pablo Casado. Es evidente que Cantó no ha sido especialmente brillante y tampoco ha sido un hombre valiente. No ha tenido por qué serlo, pues para saltar de un sitio a otro sólo hace falta la pértiga de la caradura (como la de Emilio Romero). Un hombre valiente era Alatriste, por ejemplo, y en el cine lo fue Vigo Mortessen, no fue elegido Cantó, pero lo cierto es que en la política este saltimbanqui de fortuna tiene ya un empleo que va camino de ser, a base de halterofilia, la materia de un guión sobre cómo sobrevivir en algo sin haberlo practicado.

Esta resistible ascensión, de los infiernos a la lista de Ayuso, este político de fortuna es ahora protagonista de las noticias a nivel nacional. El primer día en que ya fue aceptado por el PP como el hombre de su vida dio catorce entrevistas seguidas, diciendo en todas ellas (como hizo Ricardo de la Cierva cuando lo hicieron ministro de UCD) lo que quisiera escuchar el que le preguntaba. La saturación de Cantó sufrida por la televisión llegó a tal empacho que el partido a cuyos brazos se lanzó empezó a sospechar de su idoneidad y por un rato lo tuvo en observación. Díaz Ayuso sintió, decían los medios, que le estaban imponiendo un tapado, pero le dijeron que era un hombre brillante y valiente y finalmente lo situó a una altura considerable de su tabla de elegidos. Es el quinto, y se– dice, por los toros, que no hay quinto malo. Vete a saber.

Cantó, pues, ha sido el político de la semana y es evidente que no es un político. ¿Qué está pasando? Políticos que no son políticos siendo al final los políticos de los que se habla; políticos que fueron políticos y que se enfrentan a los tribunales burlándose de quienes les preguntan e incluso de historias ya conformadas por otras instancias judiciales; periodistas que acosan a políticos gritándoles preguntas o lanzando rumores por si pega; oficios que se mezclan hasta convertirse aquellos que se deben a las noticias a las leyes del espectáculo y aquellos que se deben al espectáculo a las noticias de la política.

Todo ese batiburrillo conforma una sociedad que no se respeta a sí misma y de la que la política (y también nuestro oficio) resulta parte del fango. En este universo lamentable siempre me viene a la mente una luz: la del político canario Alberto de Armas, ingenuo y hermoso ciudadano que creyó en la medicina, en la gente, y en la política, e incluso en el periodismo.

Aunque un día, caminando por Madrid, y mirando con aquellos ojos nobles y risueños que distinguían su modo de estar y de ser, el buen Alberto me preguntó: “Oye, tú que eres periodista: ¿es normal que alguien venga con una hoja de periódico a pedirme que yo le pague por lo que él escribe ahí?” Me enseñó la hoja. No, no había derecho a que aquel periodista le hiciera ese chantaje. Pero lo hacía, y por ahí sigue tan campante el periodista, burlándose hasta de los luceros del alba.