Después de año y medio la Viceconsejería de Cultura del Gobierno autonómico ha presentado en sociedad el Instituto Canario de Desarrollo Cultural, que participa de esa extrañable fantasía que consiste en que cambiando la denominación de un instrumento técnico-administrativo el Universo se estremece, como un perro al despertar por la mañana, y las cosas empiezan a cambiar. Allá a finales de los ochenta fue la Sociedad Canaria de las Artes Escénicas y de la Música, después, en los locos años del xerachismo, Canarias Cultura en Red y ahora vamos al Instituto. Obviamente en cada proyecto se privilegiaban diferentes énfasis y matizados objetivos, pero quizá lo más positivo, a lo largo de las décadas, ha sido cierto avance en la profesionalización progresiva de funcionarios y laborales. El Socaem auroral era una timba de amigos que sabían tanto de procedimientos administrativos como de física de partículas. El viceconsejero, Juan Márquez, ha reorganizado la plantilla en una estructura que, al menos aparentemente, es más ordenada y más coherente.

En tiempos de covid ha sido poco lo que se ha podido hacer. Mantener las ayudas y las convocatorias programáticas, lo que no han impedido una mortalidad espeluznante a pesar de los más de 3.000.000 millones de euros gastados en intentar evitar la catástrofe. La situación no es sustancialmente mejor –aunque sí menos destructiva– que en la crisis de 2008. Entonces el tejido incipiente de empresas implicadas en la producción de bienes y servicios culturales fue prácticamente destruido y no se terminó de recuperar jamás. Una muestra que ejemplifica el naufragio de la anterior crisis fue lo ocurrido con las editoriales isleñas, desaparecidas o reducidas a una mínima actividad; la aparición tímida y muy poco profesionalizada de editoriales en el último lustro no resta gravedad al impacto de lo ocurrido antes.

Muy pocos sectores económicos están tan sobrediagnosticados como la producción y distribución de bienes culturales en Canarias. De hecho departamentos e instituciones culturales públicas buscaban su propia legitimación (cuando no su cuota clientelar) en diseñar o encargar análisis de una situación invariablemente crítica, dolorida y dolorosa, donde se dilapidaron cantidades disparatadas de pasta, incluyendo guatatiboas con barra libre en hoteles de cinco estrellas y contratación de mesías de tapadillo para conferencias y cursos inolvidables y ya olvidados. La obsesión fue siempre una política cultural pública fuerte, estructurante y hasta invasora, dotada de su propia grandeur, a veces de sabor madrileño y otra de sabor catalán. Lo único que ha quedado de ese modelo dorado y antañón es el Festival de Música de Canarias; significativamente las propuestas que han prosperado no han sido las que se intentaron activar desde la Comunidad autonómica (incluso se ensayó, de nuevo con presupuestos delirantes, una bienal de paisaje y arquitectura) sino las que han madurado desde ámbitos municipales e insulares (desde el gran Festivalito de La Palma hasta el admirable Miradas Doc pasando por el Festival de Música Visual de Lanzarote).

Los horrores sufridos, la pandemia y la crisis económica y social que ha cebado como una bomba, podría ser una oportunidad, a lo largo del año, para mantener, por supuesto, una economía de supervivencia, ampliando hasta el límite de lo posible las ayudas y subvenciones monetarias y fiscales a las maltrechas empresas culturales canarias, pero también para explorar la consorciación en las relaciones de las administraciones públicas en materia de divulgación cultural, localizar nuevos formatos de colaboración público-privadas e impulsar una ley de mecenazgo que aproveche las posibilidades del REF. Si el Instituto de Desarrollo Cultural toma ese camino el nuevo bautizo habrá valido la pena.