Con las columnas de opinión también hemos cavado nuestras trincheras. Cada

cual busca en el parecer de otros la reafirmación de sus ideas, casi nunca otras ideas con las que reciclarse o que le permitan reflexionar desde otro ángulo. Creo que el simple hecho de leerlas porque se puedan encontrar bien escritas o resulten ocurrentes no es mayoritario. Sucede de vez en cuando, pero no estoy seguro de que con la frecuencia que el columnista desearía.

La opinión está en todos los púlpitos, en los periódicos; en las tertulias de radio y televisión, un género que gana adeptos entre la militancia y los aficionados al ruido; en las redes sociales y en internet en general. Y, dentro de la opinión, la opinión militante le está ganando la batalla a la información, que ha sido vilmente reemplazada por el guirigay de la posverdad. Hierven, en definitiva, la sangre y las consignas. El caso es que en una España polarizada donde los tibios no encuentran su sitio, salvo callándose, queremos vernos reflejados y reafirmados unos en otros. Se trata de un problema cultural. Lleva aparejado, además, un narcisismo que a veces resulta inexplicable y que consiste en apreciar desproporcionadamente a aquellos que más se parecen a nosotros. En todo ello la opinión desde las trincheras sustenta, digamos, un papel reivindicativo y identitario.

Una vez, el Príncipe della Scala, también conocido como Cangrande della Scala, le preguntó al escritor Dante Alighieri por qué un hombre tan cultivado como él era odiado por la corte, mientras que a su bufón lo querían todos. Dante, ofendido, respondió al príncipe impertinente que jamás formularía esa pregunta si se hubiera preocupado antes de pensar que los que más nos gustan son aquellos en los que nos vemos retratados o encontramos un mayor parecido o afinidad. Los bufones de nuestros días abundan y están, además, continuamente enfadados. Son bufones trágicos, más que nunca.