Mucho se oye hablar de transfuguismo, con excesiva precipitación y reduciendo el término a la simple ruptura de la disciplina de partido. Es el partido, sus dirigentes, la obediencia debida a unas siglas y a las estrategias que deciden los aparatos lo determinante del calificativo de tránsfuga. Una obediencia escasamente compatible con la disciplina interna de los partidos, con las exigencias democráticas legalmente impuestas a estas formaciones, cauces de representación popular y de respeto a la voluntad de la ciudadanía que, aunque obligada a votar listas cerradas, merece algo más que un voto concedido muchas veces sobre la base de mentiras o silencios engañosos.

El transfuguismo no puede ser entendido como simple desobediencia a los partidos en cuyas filas se milita, por encima de la conducta de esos mismos partidos, de sus estrategias inmediatas y de los objetivos muchas veces propios de ambiciones personales de quienes constituyen sus órganos de dirección. Esa forma de ver el transfuguismo no es la más adecuada en una sociedad democrática, pues pone el acento en el poder de los partidos por encima de los ciudadanos.

Es evidente que, en un momento de normalidad, si el partido al que se pertenece ha cumplido con sus compromisos electorales, el abandono del mismo por el realmente tránsfuga, merece el reproche y la respuesta legalmente adecuada, impidiendo todo beneficio o rédito derivado de su comportamiento. Pero, hay situaciones en las que las deserciones o las desobediencias a las instrucciones al partido no pueden ser calificadas de transfuguismo, sino de cumplimiento exacto de los compromisos con la ciudadanía, siendo o debiendo ser el respeto a la voluntad de los electores un valor superior a la disciplina de partido.

En momentos dados de nuestra Transición, en los que la democracia necesitaba el fortalecimiento de los partidos políticos, incluso para su nacimiento y promoción, fue necesario dotar a la disciplina interna de ciertos reforzamientos. Y así, aunque el electo no podía ser expulsado del órgano del que formaba parte, se generó una conciencia tendente a reprimir el transfuguismo, una conciencia que el Tribunal Supremo, en 2020 ha reflejado en una sentencia en la que prohíbe al tránsfuga que asuma cargos o retribuciones que antes no ejercía o percibía.

No hay duda alguna, como señala Jorge de Esteban, de que el transfuguismo afecta al sistema de partidos, que debilita el modelo que basa la representación ciudadana en unos instrumentos interpuestos que acogen el voto. Y que, por tal razón, constituye un fenómeno que debe ser observado con atención evitando que conductas dignas de reproche, interesadas y beneficiadas alteren el funcionamiento ordinario del sistema democrático liberal.

Ahora bien, dejar ahí la cuestión es hoy en día absolutamente insuficiente y no precisamente positivo para ese sistema democrático que se quiere preservar, para el respeto a la voluntad popular. Porque, calificar sin más como transfuguismo cualquier ruptura de la disciplina de voto es o puede traducirse en una forma de dictadura de unos pocos que transitan entre promesas incumplidas, engaños y libertades de decisión incompatibles con los compromisos adquiridos en las campañas electorales, las mismas que, estando en curso la legislatura, infringen una y otra vez por razones no explicadas y tampoco basadas en el interés general. Y ahí aparecen quienes, en el partido, reaccionan frente a tales maniobras anteponiendo los compromisos con sus electores.

Vista la realidad es necesario poner en duda la legitimidad de los partidos para actuar al margen de sus ofertas electorales, de la ruptura de las mismas o los cambios en sus estrategias y obligan a reflexionar acerca de la lealtad de los llamados tránsfugas cuando es el partido el que incumple sus programas y ofertas electorales. Exigir a un político que se someta a las instrucciones de sus órganos de decisión internos contra la voluntad de los electores, razón última que el Tribunal Supremo aprecia como fundamento de la prohibición del transfuguismo, es contrario a la idea misma de democracia y representación ciudadana.

Los pactos postelectorales son legítimos; pero, no lo son los acordados contra la oferta expuesta por los partidos. Si se promete no pactar con alguien, hacerlo es mentir. Exigir a los elegidos obedecer contra la voluntad de los votantes y llamar tránsfuga a quien desobedece es invertir el orden de valores constitucionales y situar a los partidos por encima de la ciudadanía. Romper los pactos acordados buscando intereses que pueden no ser compatibles con los generales e imponerlos a todos los cargos públicos, tampoco parece una conducta que merezca a quien se niega a aceptar ese mercadeo ser calificado como tránsfuga cuando es el partido el que incumple su palabra. Y, en fin, cuando un partido está en periodo de liquidación y subasta al mejor postor, los tránsfugas no son tan reconocibles y pueden estar en ambos lados de la oferta y la demanda. Incluso los propios dirigentes pueden ser los tránsfugas si se entiende por tal el que antepone sus objetivos a sus obligaciones para con la ciudadanía.

Otra cosa es la venta y el trasvase de personas sin oficio, ni beneficio que se ofrecen por una soldada. Pero, eso, el cargo y la subsistencia de quien vive de esa profesión es la razón que inspira una política, la del presente, en la que se anteponen las necesidades primarias de los que solo tienen eso en la vida a los intereses generales.

A veces son más graves la obediencia ciega y la sumisión para obtener el cargo, que la rebeldía, aunque sea por un precio. La rebeldía, aunque no sea gratuita, tiene un toque de aire fresco de la calle que puede dignificar a quienes se alzan.