Coincide en el tiempo, solo con unas horas de diferencia, la aprobación por parte de la Asamblea Nacional francesa de nueva ley sobre consentimiento sexual con el final de mi lectura de un libro de la editora gala Vanessa Springora, que lleva el mismo nombre, El consentimiento.

Solo siento el estómago boca abajo cuando lo acabo

En Francia, a partir de la aprobación de la ley, que espera la votación del Senado, las relaciones con menores de 15 años estarán penadas, tildadas de violación (cuando se trate de incestuosas la barrera del consentimiento se pondrá en los 18 años). Y ya no existirá álibi posible escudado en el “acuerdo” de la niña o el niño. El acuerdo es que no hay acuerdo entre menores y mayores. Porque los niños y las niñas (que dejan de serlo a los 16 para trabajar y a los 18 para votar y conducir) son intocables.

Solo siento tristeza

Nos hemos triturado veinte años y casi tres meses del siglo XXI. Se supone que en un par de décadas los humanos podrán poner un pie en Marte, aunque en la vida de cualquier terrícola haya aterrizado más de un marciano. Y todavía parece que no todos ni en todas partes tienen clara una premisa que debería ser número uno: ¡la infancia es intocable! Al menos, en España, ese consentimiento sexual tiene una mayor barrera, los 16 años (como en Bélgica, Países Bajos y Reino Unido; en Portugal, los 14).

Como diría alguien de esas edades, ¡lo flipo!

En el libro El consentimiento (Lumen, 2020), la escritora y editora cuenta, treinta años después de haberlo sufrido, cómo a la edad de 14 años fue seducida por un hombre de 50, un escritor reputado y famoso, al que conoció a los trece, momento en el que empezó el proceso de seducción. Vanessa Springora, hija de padres separados (maltratador él, por cierto), fue atrapada en las redes de lo que en un principio consideró amor, el amor incondicional, el amor de su vida, como suele ocurrir en la adolescencia, bajo la mirada nada atenta de su madre. Y continuó en una historia de vanidades y narcisismo, con la complicidad de una sociedad que, dada la categoría del festejante, la del Olimpo de la fama, aceptaba y aplaudía sin que se le cayera a trozos la cara de vergüenza; una sociedad pétrea, con firmes convicciones: una niña vale un comino frente a un intelectual famoso, aunque entre sus novelas existieran algunas en las que narraba sus relaciones pedófilas, más bien efebófilas, como bien define Springora. Leyendo el libro, me he enterado de que uno de mis ídolos en filosofía, Cioran, fue visitado por la ya adolescente que de alguna manera buscaba aliados que la impulsaran a escapar de la relación con el escritor. Y lo que recibió fue más o menos una reflexión sobre el agradecimiento que debía sentir tras haber sido tocada por la gracia amorosa de un aristócrata de la intelectualidad. También he aprendido –y me parece aún más grave– que en Francia (y mira que soy no solo francófona sino francófila), en 1977, se publicó en el diario Le Monde (otra puñalada contra mis mitos) una carta abierta en favor de la despenalización de las relaciones sexuales entre menores y adultos, firmada y reivindicada por intelectuales, psicólogos, escritores, filósofos, crême de la crême, ¿brulée?, ¿quemada?, no, podrida, entre los que se encontraban Roland Barthes (nueva puñalada), Simone de Beauvoir o Jean Paul Sartre.

La carta había sido instigada y redactada por el escritor amante de Springora. Para su propio beneficio y aplauso.

Me invade la repugnancia

Pero lo que más me ha afectado en la lectura del libro son las no respondidas, o mal respondidas, llamadas de atención de la víctima a su padre y a su madre, sin duda con la intención de que la ayudaran a cortar. De su padre, solo recibió indignación. Sin acción. Y de su madre, ausencia de sentimientos y de reacción real, freno o prohibición o censura, o como quiera llamarse, que la ayudara a conquistar su libertad. Decía irónicamente mi madre que “si ha de llevarte el diablo, que sea en carroza”, y así debía de sentir la de Springora, sin ambages. Es más, cuando, finalmente y con mucho trabajo, la joven decide romper con su viejo amante, obtiene de aquella que la dio vida y que no veló por ella la siguiente contestación: “Ay, pobre, ¿estás segura? ¡Él te adora!”

Y aquí se me saltan las lágrimas.