A las puertas del verano del año 2011, la policía entró en la sede de la Sociedad General de Autores, en Madrid y detuvo, ante la mirada atenta de cámaras de televisión y periodistas —oportunamente avisados de la cosa— a nueve personas, a las que se les imputaban supuestos delitos de apropiación indebida y administración fraudulenta y de haber creado una estructura paralela a la SGAE, para forrarse a lo grande. Ahí está la Puerta de Alcalá. Ya sabían algunos que otros estaban mamando. Qué escándalo.

Las ruedas de la máquina trituradora de la pena de telediario se pusieron en marcha. Y machacaron entre sus dientes inmisericordes la presunción de inocencia de personas que habían adquirido notoriedad pública por monetizar los derechos de autor, poniendo orden en la fiesta de la piratería de baja intensidad en la que vivía este país. La defensa de los acusados, como siempre ocurre en estos casos, sonaba muy frágil. Decían que que la SGAE tenía auditorías externas anuales con la Agencia Estatal de Evaluación de las Políticas Públicas y la Calidad de los Servicios (AEVAL) y siempre había salido limpia. ¡Ah!. Pero ¡qué van a decir! Los culpables siempre dicen que son inocentes. Claro que también lo dicen los inocentes, pero ese es un detalle anecdótico. Además, si el río suena, agua lleva. Y si la policía actúa, será por algo.

El más significado de los imputados era Teddy Bautista. El presidente de la SGAE que, un mes más tarde tuvo que presentar su dimisión. El mítico músico canario de Los Canarios había perdido sus plumas, para alborozo de muchos. Porque la sociedad que cobraba los derechos de autor —a la que Bautista había convertido en una empresa ejemplar— se había vuelto muy antipática con eso de hacer pasar por caja a quienes utilizaban el talento ajeno con patente de corso.

Henrich Böll publicó en 1974 “El honor perdido de Katharina Blum. Una mujer que tras pasar una noche con un hombre acusado después de ciertos delitos, asiste a la destrucción de su su reputación y su vida, arrastrada por un escándalo aventado en los medios de comunicación. La prensa, la policía y la justicia se unen para destrozar para destrozar su intimidad y convertir su existencia en un infierno, causando daños irreparables. Su inocencia naufraga en un tsunami de acusaciones y relatos del que es imposible defenderse. Porque es un hecho triste, pero irrefutable, que la gente consume escándalos antes que razones. Y que el peor ataque de los poderes públicos siempre es más llamativo que la mejor defensa de un solitario individuo.

Una década después de haber sido detenido, vapuleado en las tribunas mediáticas y condenado al ostracismo, Teddy Bautista —y otros imputados— ha sido absuelto de todo delito. Aquellos titulares a toda página, aquellas verdes, exuberantes y selváticas informaciones sobre la trama delictiva, con sus complicadas madejas de relaciones y pringues, se han secado vertiginosamente. Y sobre la hojarasca quebradiza, en el humus del bosque petrificado ya por el tiempo, el cansancio y la jodida realidad, solo crecen algunas discretas hierbas de informaciones a pie de página. De la noticia de la inocencia de Bautista no ha crecido ninguna gran especie vegetal. Solo algún sumario, del rincón en el ángulo más oscuro. Así termina, tan discretamente, lo que hace una década eran cañones y campanas. Es lo que tiene la verdad. Que siempre se titula a menor cuerpo.

No sé cómo habrá digerido Bautista la agridulce sensación de saberse “oficialmente” inocente después de haber cumplido diez años de pena de exilio. De haber padecido un daño sobre el que ya no cabe reparación posible: porque una vida profesional y personal truncada ya no tiene marcha atrás. El calvario que ha pasado solo lo sabrán él y sus más próximos.

Juan Cruz, buen amigo, ese periodista canario y universal, de sensatas convicciones que no han podido cambiar ni el éxito ni la fama, hablaba amargamente en este periódico de las consecuencias terribles de esta sociedad que dispara primero y reflexiona después. No puede tener más razón. ¿Teddy Bautista era inocente? No pasa nada. Es un daño colateral de una sociedad apresurada de jueces y verdugos que ejecuta condenas preventivas porque es que lo pide el espectáculo. Y suma y sigue. La especia tiene que fluir.