Hubo un señor en aquel pueblo, inocente, sin duda, al que si le preguntabas: “¿A dónde va ese avión, Fulanito?”, te respondía, sin pensarlo siquiera: “A Nueva York, como todos”. Recuerdo con exactitud el nombre de rey antiguo de ese paisano cuyo conocimiento se limitaba a las cosas cercanas: el chorrito de agua, quién lo iba a decir, que salía al abrir el grifo de la cocina; la rueda que avanzaba como por arte de magia; los aviones, que despegaban de la isla para ir, únicamente, a Nueva York, que era el destino más lógico para esos armatostes, demasiado grandes para cualquier otro lugar que no fuera esa ciudad hecha a escala de titanes.

Hubo otro prójimo, un poco más abajo, que cada final de mes dejaba en la casa a sus padres ancianos, se acercaba al teleclub y se pedía cinco o seis güisquis en vaso largo, los colocaba perfectamente alineados y se los bebía de un trago, pam, pam, pam, pam, pam. Luego los pagaba, cogía su coche destartalado, daba siete u ocho vueltas al edificio, siempre ordenadas, siempre en el mismo sentido, y se iba a la capital a gastarse el sueldo entero en cabarés. Nadie volvía a saber de él hasta el mes siguiente. Y nadie preguntaba. Esas cosas se dan por entendidas.

Hubo un pariente cercano que se presentó a un concurso de feos y volvió muy triste a la ciudad porque quedó segundo. Cuando su mujer, avergonzada, le reprochó que se hubiera puesto en evidencia de esa manera, él le prometió, muy solemne, que la próxima vez regresaría con el primer premio. No hay constancia de que lo lograra, pero siguió perfeccionando su fealdad, de tal modo que, cuando yo lo conocí, ya mayor, habría podido ganar sin esfuerzo el famoso Mundial de Gurning en Egremont, si no fuera porque murió antes de tener noticia de la existencia del certamen.

Hubo un vecino al que, por su descuido, le tuvieron que poner una dentadura postiza contra su voluntad. Viendo que no se adaptaba ni le gustaba el repiquetear de esos apéndices falsos y mal conseguidos, hizo de la necesidad virtud y se convirtió en un defensor a ultranza de las prótesis, de modo que iba, de puerta en puerta, convenciendo a sus conciudadanos de las bondades de quitarse los poco higiénicos dientes propios y colocarse una castañeta de porcelana con la que, sin duda, lucirían más elegantes y podrían pronunciar, correctamente, el nombre del flamante presidente de Estados Unidos. (“Porque un endeveudo que no tenga antaúra no puede decir Ke-ne-de”).

Hubo –y aquí comprendo que duden de mi palabra– un hombre que jamás dio su opinión. Contemplaba la vida, iba de casa al trabajo y del trabajo a casa, conocía a fondo unos cuantos temas y, cuando se presentaba algún asunto complejo ante sus ojos, lo resolvía sin más, sin alardes. Y nunca, ya digo, nunca daba su opinión. No es que no la tuviera. Pero había nacido con una extraña mutación genética llamada prudencia que, acompañada de un síndrome conocido como pudor, le impedían pontificar en público sobre asuntos que ignoraba e, incluso, sobre aquellos que dominaba. Este sujeto, ya lo habrán sospechado ustedes, acabó totalmente orillado, primero por sus compañeros de profesión, que lo acusaban de tibio y equidistante y luego, incluso, por sus amigos y hasta por su familia, a quienes irritaba, con razón, que el interfecto no emitiera una sola sentencia. Murió en soledad y absolutamente borrado de la memoria colectiva.

Y yo no habría reparado en su existencia si no hubiera estado investigando y coleccionando para ustedes estas vidas ejemplares.