Qué lejos queda el “puedo prometer y prometo”, aquel enunciado casi performativo de Adolfo Suarez en el que anuncio y ejecución iban juntos. No podía haber mayor énfasis en el valor de la palabra, en la formalización de su virtualidad. Que se cumpliera era menos importante que su referencia al compromiso de credibilidad. Ahora pasan cosas que solo cabe calificar de pasmosas, insólitas, alarmantes sin que su proliferación haya acabado con el estupor. Es como si los alienígenas se hubiera apropiado de las tribunas públicas y hubieran impuesto un nuevo lenguaje, del que la función comunicativa hubiera sido expurgada. Pobre Habermas y su teoría de la acción comunicativa, así nunca habría podido llegar al consenso intersubjetivo. Leía que el doctor Sánchez no contestaba a las interpelaciones que le hacían en el Congreso de Diputados, suponía que lo decían porque no lo hacía en el sentido que hubiera gustado al interpelante. Me parecía que era lo normal, esa es la política de barro, zafarrancho y melé. Lo volvía a leer, hasta que un día presté atención. Pues resultó que era verdad: no contestaba y si se lo reiteraban volvía a zafarse. La extrema derecha, extrema derecha, extrema derecha era el soniquete mecánico, el paréntesis en el hip-hip de una embriaguez trastabillante. El franquismo con su latiguillo de la conspiración judeo-masónica no era tan estúpido, corto y sin luces. No necesariamente había de ser así, como el doctor y destacados del gobierno actuaban; se podía no contestar en absoluto y hacerte totalmente el loco, pero diciendo algo inteligente, cínico, irónico. Hacer algún guiño con la incomunicación.

La degradación de la palabra no solo se hace fango al evitar la transacción comunicativa y con ello todas las posibilidades de acciones racionales consensuadas, sino que la mentira dejaba de ser una huida hasta su desvelamiento. Llegan a mentir al momento que la hacen evidente, mentiras clamorosas que nunca antes habíamos oído: desfachatez, burla, condición esencial de los sistemas autoritarios que no rinden cuentas.

Sánchez, como con su fraudulenta tesis, no era autosuficiente ni capaz de desarrollar ideas con rigor y creíbles, que fluyesen naturales trasluciendo unos mínimos de sentimiento y emoción, de convicción en algún momento al pronunciarlas, que no fuera un maniquí de El Corte Inglés vacuo, artificial, incapaz de generar credibilidad, empatía, confianza, interés en algo que proclamara. Por eso incurría en solemnes ridículos con sus largas peroratas de dictador que controla la comunicación con el pueblo. El muñeco maniquí del que solo alcanzábamos a escuchar por momentos: la extrema derecha, extrema derecha, extrema derecha, como si fueran hospitales, pensiones, PIB, palabras de guerra sobre hojarasca, ceniza, polvo.