Tras varios intentos fallidos, conseguí que el dinosaurio aceptase la entrevista. Aunque nunca lo reconocerá, sospecho que terminó accediendo por un inconfesable afán de protagonismo. Cuando llego, lo noté incómodo. Sus ojos vidriosos escrutaban cada detalle, la larga y estruendosa cola se movía sin cesar. Los primeros minutos transcurrieron sumidos en un mutuo desasosiego. No obstante, logré, no sin esfuerzo, que aquel extraño encuentro comenzase. Lancé mi primer dardo envenenado: ¿Cómo se siente en la cúspide de la cadena alimenticia? Se quedó pensativo, y luego soltó un bufido al que le siguió un “me siento bien, gracias”. Y, ¿nada más que añadir? insistí. “Bueno, que quiere que le diga, nací para esto, soy la especie dominante, está en mi código genético, no hay ningún animal capaz de superarme, represento la jodida cima de la evolución”. ¿Y cómo está tan seguro de eso? inquirí, separándome un poco de su radio de acción. Remató con seguridad: “Lo sé por la experiencia acumulada”. Repasé mis notas, cogí aire, y solté la siguiente: ¿Ha imaginado como se vería a sí mismo en un microscopio? Esta vez detecté una mueca de asombro, pero enseguida reaccionó con otra pregunta: ¿cree usted que, si yo supiera lo que es un microscopio, estaríamos hablando de mí? Ante mi cara de sorpresa, se arrellanó sobre la cola tiesa de orgullo. Me sentí desarbolado. Bueno, mascullé, entonces digamos que usted considera que su organización social o, dicho de otro modo, el orden establecido según sus esquemas mentales permanecerá inalterable. Esta vez, me clavó su mirada con tal intensidad que temí por mi vida. Entonces, me despachó con esta inquietante aseveración: “Mire, la única posibilidad de que se produzca un cambio y yo deje de comportarme como un dinosaurio, es que usted caiga en la cuenta de que está entrevistando a un espejo”.

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