Igual que existen mentes que albergan diferentes modos de pensar, existen corazones que defienden diversas formas de amar. Algunos individuos dedican su vida entera a querer a una sola persona. Otros, por el contrario, comparten su existencia con varias parejas. Pues bien, desde hace algunos años ha entrado en escena una tendencia que, con el nombre de sologamia, consiste básicamente en ejercer el amor propio hasta el extremo de casarse con uno mismo. Algo así como el “yo, mi, me, conmigo”, pero elevado a la máxima potencia del compromiso y con celebración incluida. Pensarán en buena lógica que se trata de una broma. Sin embargo, se equivocan. Se trata de un fenómeno que está ahí para quien quiera comprobarlo. Además, visto lo visto, todo parece indicar que ha llegado para quedarse. Mientras una terrible epidemia de soledad se extiende como mancha de tinta por nuestro desnortado planeta, surgen del seno de las sociedades que se autodenominan “desarrolladas” hombres y mujeres que, hartos de sufrir en sus propias carnes la mala fama que arrastra la soltería, deciden casarse con su mismidad.

Se trata, sencilla y llanamente, de dedicar su afecto, sus horas, su dinero y sus energías a ellos mismos. Nada de novios, ni de relaciones serias ni de encuentros casuales que, a menudo, conllevan decepciones y fracasos. Aquí se apuesta sobre seguro, con el éxito garantizado y al margen de príncipes azules y de medias naranjas. El cuento de hadas persiste, pero en otro formato. Ya se han registrado casos de esta moda en países como Canadá, Estados Unidos, Reino Unido, Italia y Japón. En el primero, una agencia llamada “Marry Yourself Vancouver” atribuye el auge de los enlaces de este tipo a un notable incremento en el número de personas solteras. “Ser soltero es la nueva normalidad. ¡Celebra tu estatus!”, se publicita la empresa en cuestión para captar a sus potenciales clientes. En cuanto a los norteamericanos, la web “I Married Me” (”Me casé conmigo”) vende kits que incluyen la alianza y una colección de tarjetas con mensajes de refuerzo positivo.

Manifiestan los defensores de esta alternativa que, aunque las ceremonias no acarrean efectos legales, suponen un símbolo de afirmación social normalmente reservada a las parejas. Auto darse el “sí quiero” es una vía para gritarle al mundo que tú no necesitas de nadie más para ser feliz. Por consiguiente, qué menos que organizar un festejo de altura en el que no puedan faltar el vestido blanco, el anillo, las damas de honor y la tarta de pisos. En cambio, sus detractores señalan que la originalidad de la propuesta brilla por su ausencia, habida cuenta que reproduce idénticos ritos tradicionales de la institución matrimonial, amén de tachar la opción de narcisista y estrambótica.

Por ejemplo a dos de estas innovadoras contrayentes, la italiana Laura y la británica Sophie, se les debieron atragantar las viandas con los comentarios de algunos de los invitados a sus respectivos ágapes, desde el “estás loca” al “eres una triste feminista”. Digo yo que, si su intención era dedicarse a ofenderlas a base de faltas de respeto y críticas hirientes, bien podrían haberse quedado en sus casas y declinar la invitación de las tan, a su juicio, descerebradas amigas y parientes. La latina, inasequible al desaliento, confesó sentirse indiferente ante las diatribas ácidas de sus allegados y declaró que nada ni nadie borraría su sonrisa. Aun así, reconoció que esta clase de bodas no está diseñada para todo el mundo, dado que requiere un presupuesto considerable y, principalmente, un toque de locura. En este último requisito coincido con ella, desde luego, lo que no me impide recomendar vivamente la cinta de Iciar Bollain “La boda de Rosa”, un reflejo de la sologamia que ha sido premiado con los Goyas a la mejor actriz de reparto (Nathalie Poza) y a la mejor canción (“Que no, que no” de Rozalén). Un brindis nupcial por partida doble.

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