Ya es un lugar común que a los españoles nos gustaría ser suizos. No por la muy alta calidad de vida del pequeño estado centroeuropeo, sino por la democracia directa. Allí se pasan la vida de referéndum, votando sobre las cuestiones más diversas: armas, inmigración, pensiones, impuestos… Cómo disfrutaría un español. En un año normal, un suizo va a las urnas cada trimestre. Es más, un tercio de todos los referéndums del mundo se celebran en Suiza.

El ansia del español por vomitar opiniones, fundadas o no, ya se atisbaba en aquellas asambleas interminables de la transición. “Que se vote” era el recurso más utilizado. Normalmente, se empezaba con una gran discusión sobre cómo había de ser la propia votación, si secreta o a mano alzada. La diferencia, dada la presión ambiental, solía ser notable a la hora de decantar el resultado. Cuando la disputa amenazaba con recurrir a las manos, siempre había alguien que gritaba la frase mágica: “que se vote”. Y se votaba sobre cómo votar. Así pasaban las horas, votando y votando, sin llegar a ninguna parte.

Todos los días en España hay quien pide un referéndum, principalmente sobre la independencia de Cataluña, sobre la Monarquía o si los del bajo deben pagar el arreglo del ascensor aunque no lo utilicen. Afortunadamente, aquí no es tan fácil celebrar un referéndum como en Suiza. Si no, estaríamos todo el rato camino de las urnas, por fas o por nefas. Vamos bien surtidos de opiniones y quien no tiene opinión es de inmediato tachado de sospechoso. Si calla, es porque tiene algo que ocultar, eso es porque está contra nosotros, poseedores de la verdad.

Eso sí, cuando alguien da su opinión, y no nos gusta, le ponemos en la picota para escarnio del pueblo. El último caso ha sido el de la actriz Victoria Abril. La ex chica Almodóvar se soltó la lengua sobre la Covid19 con la misma naturalidad que el director del Instituto Pasteur o el director general de la OMS. ¿Dijo barbaridades? Sí, muchas. Pero esto nos pasa por preguntar a una actriz por la eficacia de la inmunización de rebaño.

A veces, hasta los personajes con altas responsabilidades públicas caen en los mismos errores que los famosos. Tal vez porque, además de tener una alta responsabilidad, pesa más su lado celebrity. El muy popular doctor Simón se atrevió a afirmar, en púlpito gubernamental, que la Semana Santa era mucho más peligrosa a efectos pandémicos que las manifestaciones del 8 de marzo. No sólo eso, sino que entró en detalles escabrosos sobre la dificultad de los costaleros para mantener la distancia social. Nadie diría que estaba hablando la voz de la ciencia.

Tuvo que venir un entrenador de fútbol a sentar cátedra. Jürgen Klopp, míster del Liverpool, fue interrogado la pasada semana sobre la pandemia en la rueda de prensa posterior a un partido. Y respondió: “No entiendo de política, ni del coronavirus... ¿Por qué me preguntan a mí? Yo solo me pongo una gorra de béisbol y voy mal afeitado”. Y, por si no hubiera quedado, desarmó a los periodistas con unas palabras tan obvias como olvidadas: “No es importante lo que digan las personas famosas”.

Desde que nos trajeron los reyes de Silicon Valley el juguete de las redes, todos nos sentimos famosos y ofrecemos, a todas horas y a los cuatro vientos, nuestra opinión sobre los asuntos más difíciles e intrincados. Hay quien sabe más de Derecho que el juez que dictó el encarcelamiento del rapero Hasél. Hay quien sabe más que cualquier epidemiólogo y es capaz de darnos una disertación sobre la efectividad de las mascarillas FFP2 o las quirúrgicas. Hay de todo. Incluso hay quien tiene la osadía de decidir y proclamar no ya lo que le conviene a él, sino lo que nos conviene a todos.

Vivimos en un mundo de sabiondos. Todos tenemos no ya una opinión, que por supuesto, sino una resolución. Es sí o es no. Sin matices. Con la precisión de un referéndum suizo. «El español es poco amigo de pensar», proclamaba la celebrada máxima de Camba, “pero si piensa, no hay otro pensamiento más que el suyo”. Yo, la verdad, ya no sé qué pensar.