No osaría yo nunca hablar del camino –habiéndolo contado tan bien como lo contó Kavafis– si no lo echara tantísimo de menos.

Desde que empezaron nuestras pesadillas voy de punto a punto sin respirar ni detenerme en medio, en las veredas que tanto me gustaron, en los bares de carretera de cuyo calor disfruté, en los pueblitos de gente hospitalaria y plazas sorprendentes donde te puede salir una catedral apabullante de un recodo imposible, en los peajes donde gasté toda mi calderilla.

Eso me falta. El camino.

Un camino no es nada más que piedra inanimada, asfalto muerto, hasta que no lo pisamos. Y hay que aprender a hacerlo.

Yo lo supe desde muy chica. Había una hora larga desde mi casa al instituto en el que estudiaba. Y emprendía aquel viaje diario, de ida y vuelta, con la ilusión de que el trayecto no acabara nunca. El destino no tenía nada interesante que ofrecerme, porque todo lo estaba aprendiendo en aquellos pasos que daba hasta llegar a él.

El primer tramo de travesía sobre el puente por el que veía pasar, a cámara rápida, las caras malhumoradas de los hombres y mujeres que volvían apresurados a comer a casa, para volver, poco después, a las tiendas del centro a seguir trabajando.

El segundo tramo donde me adentraba en el barrio en el que crecí y paraba a darle un abrazo a mi abuela, que me llenaba la mochila de golosinas y la cabeza de advertencias.

El tercer tramo, ya casi llegando a término, en el que, con suerte, me encontraba a mi tío abuelo Lalito, que me daba alguna perra suelta si llevaba y me preguntaba, uno por uno, por todos los de mi casa.

El último tramo, cuesta arriba, donde paraba a coger resuello y un vaso de agua en el taller de mi tío Miguel, hasta alcanzar el edificio donde pasaría la tarde memorizando asuntos, ya habrán comprendido ustedes, mucho menos estimulantes.

Desde entonces supe que yo amaba el camino por encima de cualquier cosa. Y que nunca dejaría de hacerlo. Ni siquiera cuando pasé el peor trago de mi vida en aquella vereda de cabras por la que no debí haber paseado sola. Salí ilesa. Y mi fascinación por los caminos se siguió abriendo paso a pesar de ese tropiezo inicial.

He escrito muchas veces sobre la fugitiva que hay en mí, analizando por qué soy de esas personas que siempre están huyendo. Y he concluido que escapo, en cuanto puedo, porque soy adicta al camino. Para mí, el destino es lo de menos. El placer se produce en el trayecto, en esa marcha para la que siempre estoy dispuesta, a la que jamás digo que no. En ese tránsito todo es posible. Todo está por hacer y por construir. Todo abismo y todo triunfo son, aún, ciertos.

Nada es comparable a imaginar, a fabular lo que te espera al final. Por no hablar de las conversaciones, de los encuentros inesperados, de las aventuras que te aguardan en cualquier tramo. He parado en balnearios desconocidos, bellísimos en fotos y decadentes en la vida real; me he divertido con gente absolutamente delirante, como hecha para ser contada en alguna columna como ésta; he fraguado inesperadas amistades esperando trenes que no llegaron nunca…

Lo accesorio, entonces, era lo que me aguardaba a la llegada. Porque llegar es anclarse a la rutina para la que no nací. Tengo, como tenía Bioy Casares, “la obsesión del viaje” y, como él, “siempre creo que voy a solucionar todo yéndome”.

Sean mis ancestros nómadas o mi perenne inconformismo. Sea lo que sea, bendito sea, hoy y siempre, el camino.