¡Uno de los signos de la llegada del Mesías era la purificación del templo!

Los responsables de aquel lugar habían permitido que los peregrinos que venían a Jerusalén, tuvieran a su alcance animales para los sacrificios y las ofrendas y la posibilidad de cambiar sus monedas por las únicas que se admitían allí, “las monedas del templo”. Cuando Jesús llegó a Jerusalén y se encontró con esa situación, hizo un azote de cordeles y “los echó a todos del templo”.

Con frecuencia, no captamos la significación profunda que tiene este acontecimiento, que siempre nos impresiona y nos sobrecoge.

Jesús sabía que aquel culto, con todas sus circunstancias, no era agradable al Padre y estaba a punto de terminar. Dentro de unos días, va a comenzar el culto nuevo: “en espíritu y en verdad”, como había dicho a la samaritana. (Jn 4, 23); y Él quiere profetizarlo con este hecho.

Es lógico que, enseguida, las autoridades del templo le pidieran un signo, que le autorizara a obrar así. Jesús no se intimida ni se echa para atrás, sino que les señala el signo más importante de todos, el que lo ratifica y autentifica todo: su muerte y resurrección. Por eso les dice: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”. Y el evangelista nos aclara que “Él hablaba del templo de su cuerpo”. Y cuando resucitó, los discípulos se acordaron de aquel signo profético, “y dieron fe a la Escritura y a la palabra de Jesús”,

Los judíos esperaban que el Mesías construyera un templo nuevo. Helo aquí: la humanidad santísima del Señor Resucitado. El culto nuevo, por tanto, no estará centrado ya en el templo de Jerusalén, sino en el Cuerpo de Cristo, muerto y resucitado. Jesucristo será, por tanto, el lugar de acceso seguro a la Divinidad. En este culto, el mismo Jesucristo es “Sacerdote, Víctima y Altar”. (Pr. Pasc. V).

Y, en su ausencia visible, este culto es realizado a través de la Iglesia, que es su cuerpo, y, por lo mismo, templo del Dios vivo. Ahora ella, “columna y fundamento de la verdad” (1Tim 3, 23), es el único lugar de acceso al Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo.

Por eso, no se puede decir tan ligeramente: “Cristo sí, la Iglesia, no”; es la Iglesia la que hace posible la presencia y la acción de Cristo en el mundo. Y tampoco podemos ir buscando una Iglesia perfecta, casi celestial, como si la Iglesia que conocemos, y a la que tenemos la dicha de pertenecer, hubiera perdido su autenticidad y su capacidad de santificar. ¡Eso es imposible porque Jesucristo es el único Sacerdote, el único que santifica! Los que llamamos sacerdotes somos ministros, partícipes del único Sacerdocio de Cristo, para servir, en su nombre, al pueblo cristiano.

Por todo ello, ya el Vaticano II nos advirtió que esta Iglesia es santa, y, al mismo tiempo, necesitada siempre de renovación y reforma (L. G. 8). Y ésta tiene que comenzar por cada uno de nosotros. ¡Es este un tema apasionante!

Por tanto, en adelante, el culto cristiano, si quiere ser auténtico, tiene que ser expresión y alimento del culto interior, del culto que radica, por un lado, en el misterio pascual de Cristo, y, por otro, en el corazón del hombre que sólo Jesucristo conoce.

En este tiempo de Cuaresma nos preparamos para celebrar la Pascua, que es el grandioso acontecimiento de la destrucción-construcción del verdadero templo de Dios. Y la mejor forma de lograrlo, es haciéndonos conscientes de que cada uno de los cristianos hemos sido constituidos, por el bautismo, en verdaderos templos del Espíritu del Señor que habita en nosotros.