Lo que ocurre es que yo estuve en La Laguna esos años de trompetera basura opositora. Trabajé como jefe de prensa del ayuntamiento (casi) dos años del mandato de José Alberto Díaz y me disfruté las fanfarrias de esta peñita emancipadora que, además, no se cortaba un pelo en insultarte o amenazarte en el pleno municipal. Para mí fue una gran enseñanza. Perdí mis últimas ingenuidades políticas al contemplar día tras día a gente dizque de izquierdas entregadas en cuerpo y alma a alimentar una máquina de mierda, esputo y fango. Por supuesto colaboraron intensamente entre sí aunque se detestasen y despreciasen, jodido viejo ignorante de los cojones la niñata esta. Al final la renovación fue convertir en alcalde a un pibe, discípulo de Pedro Ramos, mandamás en la sombra de la agrupación socialista de La Laguna desde su siempre hospitalario Hospital Universitario, un pibe al que le gusta la salsa y el merengue sabrosón y que había sido asesor de Javier Abreu y de Mónica Martín, un pibe, en definitiva, del aparato del PSOE de toda la vida. Todo era delirante, estúpido, ruin y miserable, pero siempre revestido de la dignidad heroica de una lucha contra el mal que tenía dos frentes: un pleno convertido en una astracanada incansable y los juzgados, donde habían jueces aberrantes –los que archivaban – y admirables – los que no lo hacían-. Recuerdo como brillaba en los combates por la libertad y contra la corrupción la rubia melena de Teresa Berástegui, firme columna de Ciudadanos, que un par de años después fichó por Casimiro Curbelo como viceconsejera de Turismo a los diez minutos de olvidarse en una papelera el carnet de su partido, una prueba más de la insobornable firmeza de sus convicciones políticas. Santiago Pérez llamaba idiota al alcalde y Rubens Ascanio le tildaba de corrupto y, una vez destituido como primer teniente alcalde, Javier Abreu proclamaba que Díaz era indigno de presidir los plenos. No sé si fue en esa reunión plenaria en la Abreu, precisamente, le aconsejó a una asociación de vecinos que no se fiase jamás de Fernando Clavijo, lo que no dejaba de ser sorprendente por parte de un individuo que había gobernado cuatro años, un mandato entero y verdadero, sin broncas ni desacuerdos relevantes, con Clavijo y Coalición Canaria.

Para un servidor lo más terrorífico fue el montaje urdido sobre un concejal socialista, Zebenzuí González, al que se acusó, sobre la base de manipular una conversación en un chat privado, de exigir sexo a las mujeres a las que contrataba. González no tenía capacidad de contratación y la investigación interna que se realizó con la Junta de Personal y los representantes sindicales no encontró jamás siquiera un vago indicio de un comportamiento inadecuado de González, pero dio lo mismo. La peñita emancipadora estiró como las tripas de un cerdo este montaje vomitivo y durante meses se levantaron en cada pleno y guardaron un minuto de silencio por las inexistentes víctimas y acusaron a González de no dimitir para votar a favor de CC, porque ya se sabe que los aficionados a los abusos sexuales, si votan a alguien, es a Coalición Canaria. Aparte del rédito publicitario, la emancipadora peñita (y sus aliados) castigaban así a González por ser uno de los tres ediles socialistas que siguieron las instrucciones de la dirección del PSOE– y del silente pero jamás sordo Pedro Ramos – y continuaron respaldando al alcalde coalicionero.

Por eso, cuando me preguntan si me creo lo que ha dicho Javier Abreu en los juzgados, contesto que por supuesto. Me lo creo todo. No porque confíe en él, sino por todo lo contrario.