A la vista de la brecha abierta dentro del movimiento feminista debido a la polémica Ley Trans, me viene a la mente en puertas del 8 de marzo un notable docudrama basado en la insigne figura de Clara Campoamor, quien probablemente asistiría con tristeza a ciertas actitudes de representantes políticas y sociales que en nada favorecen a la consecución del objetivo de justicia e igualdad que pretendemos millones de mujeres en nuestro país, con independencia de nuestra edad, profesión, credo, ideología o circunstancias. Por ello, considero que hoy más que nunca resulta imprescindible recordar el perfil de esta ilustre abogada madrileña nacida en 1888 y que a muy temprana edad se interesó ya por la política. En 1931, con la proclamación de la Segunda República, fue elegida diputada y pasó a integrar junto a veinte hombres la Comisión Constituyente encargada de redactar la Carta Magna. Desde aquella mesa de trabajo luchó denodadamente en defensa de la no discriminación de los seres humanos por razón de sexo, a favor de la igualdad jurídica de los hijos e hijas habidos dentro y fuera del matrimonio, por la instauración de la figura del divorcio y, como base de dichas pretensiones, por la aprobación del sufragio universal.

En la citada Comisión consiguió todas ellas, a excepción de la relativa al denominado “voto femenino”, que hubo de debatirse en el Parlamento de la nación. Se dirigió de viva voz al resto de sus compañeros de escaño diciéndoles: “Resolved lo que queráis, pero afrontando la responsabilidad de dar entrada a esa mitad del género humano en política, para que la política sea cosa de dos, porque solo hay una cosa que hace un sexo solo: alumbrar. Las demás las hacemos todos en común y no podéis venir aquí vosotros a votar impuestos, a dictar deberes, a legislar sobre la raza humana, sobre la mujer y sobre el hijo, aislados, fuera de nosotras”. El debate fue extraordinario y, finalmente, Campoamor vio premiados sus esfuerzos gracias a los apoyos de una derecha minoritaria, de la mayoría del Partido Socialista Obrero Español y de, paradójicamente, un escaso número de republicanos.

La propia Victoria Kent, otra diputada colega de profesión con quien compartía ideas y anhelos, no se sumó a tan democrática aspiración, amparada en su supuesta superioridad intelectual. Jurista malagueña nacida asimismo en las postrimerías del siglo XIX, también fue elegida a Cortes en las listas de Izquierda Republicana, parte integrante del llamado Frente Popular. Radical defensora de dicho sistema de gobierno, llevó a tal extremo su postura que, durante las sesiones parlamentarias del debate sufragista, se posicionó en contra de otorgar el voto a las mujeres de manera inmediata. En su opinión, las españolas carecían en aquel momento de suficiente preparación social y política para ejercer ese derecho. Según ella, la Iglesia les influiría en los confesionarios para apoyar el ideal conservador, perjudicando así en las urnas a los partidos de izquierda y poniendo en peligro el futuro del progresismo. Su encendida polémica con Clara Campoamor le acarreó tal impopularidad que la privó de ser reelegida en los comicios de 1933.

Yo también hubiera apostado sin dudar por ofrecer a todas y cada una de mis compatriotas la posibilidad de votar, al margen de compartir o no el sentido de su voto, pero compruebo con dolor que, a nueve décadas vista, aquel radicalismo kentiano aún pervive. El hecho cierto es que en torno a la igualdad nos queda todavía mucho camino por recorrer. Sin embargo, yo prefiero transitarlo desde la unidad, la sororidad y, sobre todo, la responsabilidad. No es momento de retroceder, sino de recuperar aquella inolvidable atmósfera del 8 de marzo de 2018 para centrarnos de nuevo en lo que nos une, que es mucho más que lo que nos separa. Mujeres y hombres. Mayores y jóvenes. Todos juntos. Solo así alcanzaremos la meta deseada.

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